El autorretrato femenino en México durante la primera mitad del siglo XX

martapalau
Música Acuática Bajo la Regadera Sensual | Marinela de la Hoz | 2001

por Dina Comisarenco Mirkin
La productividad creativa de las mujeres en México, tanto en la Escuela Mexicana como en los demás movimientos artísticos de la primera mitad del siglo XX, es uno de los logros culturales más notables del gran Renacimiento artístico de la época. Patronas de las artes tales como María Asúnsolo, Pita Amor, Lupe Marín y Dolores Olmedo; pintoras como Nahui Ollin, Frida Kahlo, María Izquierdo, Olga Costa y Rosa Rolanda; y fotógrafas, como Tina Modotti y Lola Álvarez Bravo, son tan solo una muestra de las numerosas promotoras artísticas y creadoras visuales, quienes a través de sus distintas y complementarias labores enriquecieron el de por sí muy valioso y diverso panorama artístico nacional.


Nutriéndose de las luchas libradas durante el siglo XIX a favor de los derechos sociales y culturales de las mujeres, y por los profundos cambios provocados por la Revolución, en las primeras décadas del siglo XX, las benefactoras y artistas arriba señaladas contribuyeron a la creación de un ambiente más favorable para la creación artística femenina. Efectivamente, muchas de ellas lograron establecer entre sí, importantes lazos de amistad y solidaridad, factor fundamental que potenció el poder de resistencia individual y grupal de las mujeres, frente a una sociedad particularmente renuente a flexibilizar y cambiar su ancestral y restrictiva estructura patriarcal en relación con su desarrollo profesional.

Si bien la mayoría de ellas realizaron numerosas y muy significativas obras en variados géneros artísticos, principalmente a través de obras costumbristas que hoy son reconocidas por su valor icónico, tales como La vendedora de frutas (1951) de Olga Costa; obras de crítica social tales como El sueño de los pobres, (ca. 1940) de Lola Álvarez Bravo; o bodegones alegóricos, como Guitarra, canana y hoz (1927) de Tina Modotti, fue el género del retrato, y particularmente su sub-género del autorretrato, muy abundante y variado en su producción artística, el que nos ofrece una lente privilegiada, para acercarnos a algunos de los secretos de la extraordinaria fuerza creativa de las mujeres artistas activas en México durante la primera mitad del siglo XX.

La década de 1920

Después del parte-aguas que significó la Revolución mexicana en relación con las profundas transformaciones sociales experimentadas, muy especialmente en relación con la ampliación del rango de actividades desarrolladas por las mujeres, durante la década de 1920 cada vez más de ellas comenzaron a trabajar fuera del hogar. Así por ejemplo, en su gran misión educativa el Secretario de Educación, José de Vasconcelos, incorporó a numerosas mujeres, principalmente como maestras, quienes así lograron desempeñar una muy importante función social, adquiriendo al mismo tiempo más notoriedad y reconocimiento público, mismo que paulatinamente favoreció la comprensión sobre la importancia y la necesidad de que las mujeres pudieran desempeñarse en distintos ámbitos culturales, sociales y políticos.

Entre 1925 y 1926, la presencia en el país de la embajadora soviética feminista Alexandra Kollantai, estimuló la formación de distintas organizaciones dedicadas exclusivamente a cuestiones relacionadas con los derechos de las mujeres, y las jóvenes feministas mexicanas la consultaron frecuentemente. Aunque la integración con las distintas organizaciones gremiales y políticas, resultaba generalmente difícil de alcanzar, las mujeres feministas mexicanas, continuaron realizando intentos de desarrollar planes de acción que permitieran avanzar en su determinada lucha.

La creciente influencia internacional, en especial de la forma de vida moderna estadounidense, que penetraba en el país a través de la floreciente industria cinematográfica de Hollywood, las revistas de moda, y los anuncios publicitarios en los periódicos, impactaron en la difusión de un nuevo tipo ideal de mujer más libre y menos apegada a los restrictivos roles tradicionalmente adscritos al género femenino, que cada vez incursionaba en nuevos campos laborales y deportivos.

En el campo de la literatura y de las artes plásticas, un caso notable, de una artista mexicana de gran talento y consciencia feminista fue Carmen Mondragón (1893-1978), popularmente conocida como Nahui Olin, tal y como fue simbólicamente bautizada por el Dr. Atl, una verdadera mujer moderna que valientemente desafió tanto las costumbres sociales como las convenciones artísticas propias de su época. Aunque actualmente, generalmente se la conoce más como la extravagante musa que inspiró a numerosos artistas mexicanos del período posrevolucionario, durante su juventud, Nahui Olin fue una artista muy activa que creó numeroso poemas vanguardistas y pinturas, muy particularmente auto-retratos.

Cada uno de ellos posee diferentes connotaciones simbólicas, desde aquel en que aparece como una joven estudiante, titulado precisamente Autorretrato como colegiala en París (s/f) en el que se representa muy seria y recatada; hasta los correspondientes a su serie de autorretratos dobles, en los que aparece con sus amantes, como en la obra Nahui y Lizardo frente a la bahía de Acapulco (1921), y finalmente los correspondientes a la serie de Nueva York, donde se dice vivió un romance apasionado con un capitán de barco, en pinturas tales como Nahui y Agacino frente a la isla de Manhattan (s/f), en los que la misma artista alude abiertamente a su sexualidad con una radicalidad inusitada.

Algunos de los poemas de Nahui tales como Bajo la mortaja de nieve duerme la Iztatzihuatl, El cáncer que nos roba la vida o más específicamente en el titulado Je pose aux artistas, la artista fue capaz de explicitar su clara conciencia feminista, y de establecer al mismo tiempo un interesante diálogo intertextual con las imágenes que de ella habían creado algunos de sus colegas varones, especialmente con las fotografías de Antonio Garduño, tales como Nahui Ollin, desnudo con mantón de manila o Nahui Ollin, y con los también numerosos retratos que de ella realizara Gerardo Murillo “Dr. Atl”, tales como Retrato de Nahui Ollin (s/f) o Naui Ollin (c1922). De esta manera en sus autorretratos, la artista no sólo desafió y rompió con algunos de los códigos visuales del desnudo femenino que tradicionalmente cosifican al cuerpo femenino, sino que logró expresar, en cambio, una imagen nueva y alternativa de sí misma, como un ser activo, en control de su propio cuerpo, y de los medios artísticos para poder expresarlo.

Otra mujer moderna y artista protagónica de la rica escena mexicana de la década de 1920 fue el de la fotógrafa italiana Tina Modotti (1896-1942). Discípula de Edward Weston, quien la retrató ampliamente en algunas bellísimas obras tales como Desnudo de Tina Modotti en la azotea (ca. 1924), Modotti pronto asimiló las enseñanzas estéticas de su maestro, y puso su depurada técnica al servicio de las causas sociales, en obras notables tales como Mítin campesino (1926) y La elegancia y la pobreza (1928). Modotti también realizó numerosos retratos, no solo de algunos de los personajes más destacados del ambiente artístico mexicano de aquel entonces, sino de numerosas mujeres anónimas, realizados principalmente durante su viaje al istmo de Tehuantepec, donde desarrolló una iconografía particular de gran sensibilidad y empatía, en torno al retrato de las mujeres indígenas trabajando, la maternidad, la infancia, y las distintas problemáticas sociales propias del lugar.

La década de 1930

Durante la década de 1930, en concordancia con las tendencias internacionales de la época, comenzaron a ocurrir algunos cambios sociales muy significativos en la sociedad mexicana que afectarían al papel social y a la participación política de las mujeres. Cada vez más de ellas comenzaron entonces a sumarse al mundo laboral y cada vez mejores oportunidades educativas y profesionales comenzaron a abrir sus puertas permitiéndoles ampliar sus esferas de acción social, política y cultural.

El gobierno progresista de Lázaro Cárdenas, entre 1934 y 1940, creó un ambiente muy favorable para la participación política, la movilización, las demandas por mejores estándares de vida y para la demanda del derecho al voto femenino. Su esposa, Amalia Solórzano Bravo, era una ferviente defensora de los derechos de las mujeres, y durante el mandato de Cárdenas, numerosas mujeres ocuparon posiciones importantes en su gobierno. Palma Guillén, por ejemplo, fue elegida como representante de asuntos exteriores, primero en Colombia y luego en Dinamarca. Las mujeres se movilizaron para demandar mejores condiciones laborales, y el derecho a la educación sexual en las escuelas, que era parte de la controversial reforma educativa conocida como la “educación socialista,” llevada a cabo por el nuevo gobierno. Desafortunadamente, las demandas a favor del voto femenino durante la época, no llegaron a ver sus esperados frutos.

Un momento muy significativo de la lucha feminista durante la década de 1930 tuvo lugar en 1935, con el lanzamiento del Frente Único Pro Derechos de la Mujer (FUPDM), un amplio grupo conformado por mujeres de distintas clases sociales y variadas orientaciones políticas. El Frente combinaba la oposición al fascismo y la intervención extranjera con una amplia lista de demandas a favor de los derechos de las mujeres: el derecho al voto, la igualdad de derechos para las poblaciones indígenas y para las menos favorecidas, y reformas a las leyes laborales y al código civil.

En el campo artístico las mujeres mexicanas también participaron en importantes acciones de corte político y artístico. Así por ejemplo, la artista visual y escritora, Aurora Reyes, quien fue además una importante luchadora a favor de los derechos de las mujeres, logró crear El ataque a la maestra rural (1936) en el Centro Escolar Revolución de la ciudad de México, considerado con razón como el primer mural creado en el país por una mujer artista.

También durante la década de 1930 fue cuando Frida Kahlo tuvo su primer exposición individual en una reconocida galería en la ciudad de Nueva York, la Julien Levy Gallery, y otra en París, en la galería Renou et Colle, consolidando así su reconocimiento internacional, que habría de convertirse en el primer eslabón para su muy posterior reconocimiento en su propio país.

Durante la década de 1930 surgió en México un grupo muy considerable de artistas mujeres, que manifestaron en sus obras una sorprendente conciencia de género, que refleja y que a su vez influyó, en el ambiente de lucha propio de aquel entonces. La estética surrealista, con su profunda visión del ser humano, su reivindicación del mundo de la fantasía, con la que los artistas aspiraban a por fin poder conciliar el sueño y la realidad, y el papel del arte en la sociedad encontró en México un terreno muy fértil.

En el campo de la fotografía destacaron en esta esfera los miembros de otra mítica pareja de artistas mexicanos, en este caso la constituida por Lola (1903-1993) y Manuel Álvarez Bravo (1902-2002). A lo largo de sus vidas, incluso después de su separación en 1934, los artistas continuaron compartiendo modelos como la pintora Isabel Villaseñor, hecho que dio lugar a extraordinarias imágenes en ambos artistas tales como el Retrato de lo eterno (1931) de Manuel y El ensueño (1941) de Lola; se retrataron mutuamente, como por ejemplo en Caja de visiones (1938) de Manuel, y en Manuel Álvarez Bravo (1980) de Lola; y establecieron muchos otros diálogos visuales y temáticos en varias de sus obras.

Sirenas en el aire (ca. 1935-36) de Lola Álvarez Bravo, es uno de los poéticos fotomontajes de la artista, en la que dos sirenas parecen dejar atrás su tradicional canto con el que de acuerdo con la mitología clásica solían encantar a los marinos, para utilizar en cambio una gigantesca máquina de escribir, símbolo no solo de la súbita irrupción de la tecnología en el mundo moderno, sino también de las nuevas opciones laborales abiertas a las mujeres en los años treinta, a los que hicimos referencia más arriba en el texto. El fotomontaje, la belleza convulsiva de la imagen, y el contraste entre dos realidades disímiles, que tanto fascinaban al movimiento francés, adquieren así, en la obra de Lola un significación novedosa, que pone de relieve, un comentario sobre la realidad social en la que vivió, en este caso en particular en relación con la situación de las mujeres.

Sin lugar a dudas, una de las obras más notables de la década de 1930 es Las dos Fridas (1939) de Frida Kahlo (1907-1954), artista extraordinaria, quien a lo largo de su carrera dio al autorretrato un papel fundamental tanto en número, como en relación a la complejidad y profundidad iconográfica que supo darle. Sus numerosos y detallados autorretratos interpretados a partir de su dramática vida personal, marcada por el sufrimiento tanto físico como espiritual, son ya lo suficientemente conocidos, por lo que en el contexto del presente escrito me interesa más bien, destacar otra dimensión de sus imágenes de sí misma, que resulta no tan reconocido, pero igualmente importante, y que se deriva de una lectura contextualizada de su vida en relación con el ambiente fuertemente politizado en el que se desarrolló.

Así, en otros textos anteriores sostuve la hipótesis según la cual, los autorretratos de Frida pueden ser leídos como metáforas del proceso revolucionario: Mi nacimiento (1932) como expresión de la violencia del estallido revolucionario; Mi nana y yo (1937) como metáfora de las raíces indígenas que alimentaron al movimiento revolucionario, personificado nuevamente a través de su imagen, en este caso como bebé con cara adulta, siendo amamantada por su enmascarada nodriza; y Frida y Diego (1931) como símbolo del surgimiento del movimiento muralista encarnado en Diego, románticamente animado por la Revolución, personificada nuevamente por la vital y pequeña Frida ataviada con los colores de la bandera mexicana.

También Las dos Fridas, más allá de sus notas autobiográficas en relación con las fantasías infantiles de la artista en torno a una amiga, al dolor experimentado frente a su entonces reciente divorcio de Diego Rivera, y a su orientación bisexual, nos hablan de la difícil reconciliación de la cultura mexicana, entre el pasado prehispánico representado por la Frida con traje de tehuana a la derecha de la imagen, y el mundo moderno personificado por la Frida con traje blanco occidental a la izquierda. Los corazones abiertos y el constante y aparentemente irrefrenable flujo de sangre simbólicamente representados en la imagen, nos hablan así, no solo de su dolor individual y subjetivo, sino de la dimensión social del mestizaje, proceso que hasta la fecha pervive dolorosamente en las agudas diferencias sociales que caracterizan a la población mexicana.

Las décadas de 1940 y 1950

Durante este período el movimiento mexicano a favor de los derechos de las mujeres experimentó una pausa, referida por la distinguida académica Esperanza Tuñón Pablos como un “tiempo muerto” para el feminismo. Efectivamente, aunque en 1947, el entonces Presidente de México Miguel Alemán, concedió a las mujeres el derecho a votar en elecciones municipales, muchos especialistas coinciden al afirmar que se trataba más de una estrategia para conseguir el apoyo popular de un sector al que se consideraba tradicionalmente conservador, más que de un reconocimiento real y profundo a la lucha desempeñada por las mujeres durante largos años a favor de sus derechos. En 1953, su sucesor, Adolfo Ruiz Cortines, Presidente entre 1952 y 1958, extendió la prerrogativa a nivel nacional. Si bien el derecho al voto abrió nuevas posibilidades legales para las mujeres, el espectro de actividades en la esfera pública continuó estando muy limitado y el discurso oficial de la época todavía insistía en la necesidad de las mujeres de recordar que su papel “esencial” y principal residía en la maternidad y en el hogar.

Sin embargo, en el ámbito cultural y artístico México continuó produciendo extraordinarias mujeres artistas para quienes el retrato y el autorretrato continuaron fungiendo como lugares desde donde realizar comentarios de carácter no solo individual o autobiográfico, sino además, social y político, muchas veces con connotaciones de género muy profundas y vanguardistas. Una obra sobresaliente en este sentido es Self-Portrait with Cropped Hair (1940) de Frida Kahlo, en el que la imagen de la artista, vestida con ropa masculina, incita a la reflexión sobre los convencionalismos sociales que pesaban en aquel entonces, y podríamos afirmar que en muchos aspectos siguen pesando hasta la fecha, en relación con las identidades de género, sus expectativas y sus muchas veces injustas y discriminatorias valoraciones sociales.

Efectivamente, el texto y las notas de la canción popular mexicana inscrita por Frida en la parte superior de la obra “mira que si te quise fue por el pelo, ahora que estás pelona, ya no te quiero,” y la imagen que reitera los múltiples mechones arrancados por la violenta tijera, nos habla de la renuncia a un elemento generalmente considerado como constitutivo del género femenino, el cabello largo, y de sus perniciosas repercusiones afectivas en el amor y en la estima social de las mujeres.

En muchas otras obras de la misma década como Lucha María o Sol y luna (1942), Retrato doble Diego y yo (1944) y Sol y vida (1947) seleccionadas para la presente exhibición, Frida continuó poniendo a prueba y desafiando las dualidades dicotómicas que permean a la sociedad moderna, y muy particularmente a la mexicana, en torno a la hetero-normatividad sexual y a la constitución de las subjetividades, reiteradas una y otra vez por las costumbres y la tradición artística nacional a través del tiempo.

Rosemonde Cowan, conocida con su seudónimo artístico como Rosa Rolanda (1895-1970), fue una muy destacada bailarina profesional, excelente coreógrafa, fotógrafa, actriz y pintora norteamericana, que residió gran parte de su vida en México. Casada con el artista y caricaturista Miguel Covarrubias (1904-1957) entre 1930 y 1954, esta talentosa y hermosa mujer fue retratada frecuentemente por varios artistas plásticos y fotógrafos de la época, comenzando por su esposo, Diego Rivera, y continuando por Roberto Montenegro, Edward Weston, Tina Modotti, Nickolas Muray, Carl Van Vechten, y Man Ray. Consiguientemente una vez más, sus autorretratos le ofrecieron a la artista no solo una oportunidad de expresar su visión de sí misma, sino también de dialogar con las imágenes que de ella habían creado otros artistas.

Autorretrato (ca. 1945) es una muy sintética y expresiva imagen que revela la originalidad plástica e iconográfica de la artista. Sobre un fondo claro destaca el simétrico rostro ovalado de Rosa enmarcado por su cabello negro recogido. Sus enormes ojos y su pequeña boca cerrada no esbozan siquiera una sonrisa, rasgo característico en muchos de sus retratos, para develar en cambio una actitud de introspección reflexiva y dolorosa, en sintonía con muchos de los autorretratos de su amiga Frida Kahlo. Su único ornamento es la orquídea que luce su peinado, con la que la artista evoca nuevamente sus numerosos retratos con traje de bailarina, como así también, los que ella y Covarrubias realizaron durante sus viajes por la isla de Bali al principio de su relación amorosa. En el lado izquierdo de la composición, sobre la blanca pared Rosa representó una mosca con gran realismo, haciendo referencia quizás a la expresión popular mexicana, “andar mosca,” que significa sentirse desconfiado, quizás en relación a los problemas que entonces experimentaba en su relación sentimental con Covarrubias.

Pasados los años, cuando dicha relación ya estaba decididamente deteriorada, Rolanda pintó Autorretrato (1952), donde continuó profundizando en sus sentimientos de desolación y abandono, amplificándolos de forma metafórica, hasta transformarlos además en un comentario de carácter social sobre México, el país que tanto había amado. Ataviada con los colores verde y rojo de la bandera mexicana y con un cinto que ciñe su delgada cintura con una hebilla con el escudo nacional del águila y la serpiente, Rosa vuelve a auto-representarse con su rostro hierático frente al dolor, aunque en este caso su cabello suelto y agitado por el viento y su postura corporal, especialmente sus brazos alzados formando dos ángulos agudos irregulares, y sus manos con las que parece intentar inútilmente sostener su cabeza, sobre el asimétrico eje de su cuerpo, denotan una intensa agitación anímica. El fondo ya no es neutro y poblado por una sola y pequeña mosca, sino que en este caso, los motivos de la desconfianza parecen desplegarse y explicitarse hasta llenar todo el espacio, a través del contraste entre varios de los eventos felices y los dolorosos de su pasado en el país, especialmente los relacionados con el mundo de la danza que originalmente la unieron a Covarrubias y que finalmente los separó. En el lado derecho de la pintura, la bandera nacional mexicana, vuelve a situar el lugar del dolor de la artista en el país, mientras una calavera, muy mexicana, intenta ofrecerle consuelo, dándole palmaditas en su frente.

También María Izquierdo (1902-1955), otra de las grandes artistas mexicanas posrevolucionarias, produjo a lo largo de su vida numerosos autorretratos con distintas connotaciones expresivas y simbólicas. En su Autorretrato (1946) la artista se auto-representa frontal y hierática, con sus bellos rasgos indígenas y ataviada como un ídolo nacional, con sus cabellos trenzados entrelazados con cintas rojas y verdes, gigantescos aretes y collar labrados en plata, blusa negra con un cuello cuadrado que contrasta y resalta el perfecto y armónico óvalo de su rostro. El fondo es rojo, al igual que su boca y un pequeño moño que adorna su collar.

La obra parece dialogar con el Autorretrato con collar de espinas (1940) y con el Autorretrato con trenza (1941), ambos de Frida Kahlo, pues en los tres autorretratos de las dos artistas, los collares, tanto los de raigambre prehispánica como los cristianos, parecen simbolizar las muchas constricciones que actúan en estos casos, en contra de la libertad de las mujeres, incluso cuando éstos ostentan una gran belleza o están disfrazados de costumbres religiosas o de ideales nacionalistas. Efectivamente, la expresión de Izquierdo en el autorretrato de 1946, realizado poco tiempo después de su terrible desilusión profesional, cuando le fue cancelado un encargo mural para el Departamento Central del Distrito Federal que ya había empezado, la muestra frontal y muy seria, con sus líneas de expresión muy marcadas, como si se tratara de una máscara endurecida por el dolor, sentimiento que intentó dominar infructuosamente, para poder sobrellevar ese y los muchos impedimentos que todavía actuaban en contra del desarrollo profesional de las mujeres. La niña indiferente y Sueño y presentimiento, ambas obras de 1947, continúan elaborando sobre estos sentimientos y reflexiones en torno a la difícil situación social del género femenino en la sociedad mexicana de mediados de siglo, con un lenguaje surrealista de gran originalidad y potencia expresiva.

Olga Kostakowsky Falvisant, de origen ruso, conocida por el nombre artístico que adoptó en México, como Olga Costa (1913-1993), en 1947 realizó un notable Autorretrato, que enriquece la tradición artística mexicana del género artístico de forma notable. Junto con su esposo, el destacado pintor José Chávez Morado (1909-2002), Costa era una figura protagónica del ambiente cultural y artístico de la época, lo que sumado a su gran belleza física y espiritual, hizo que también ella fuera seleccionada como modelo por muchos artistas destacados, principalmente su esposo, pero también Raúl Anguiano, Francisco Gutiérrez, Francisco Zúñiga, Lola Álvarez Bravo, y Flor Garduño, entre muchos otros.

En su propia versión de sí misma, decidió autorretratarse en el jardín de su casa, un verdadero oasis en la ciudad de Guanajuato, lleno de plantas de distintos tipos, donde ella y su esposo tenían también sus respectivos talleres. En la obra Costa aparece de tres cuartos perfil como mirando de reojo en un espejo, destacando sus ojos verdes, su cabello rojizo que dibuja una curiosa composición asimétrica que juega armónicamente con la forma compuesta de su único arete visible.

Costa está sentada sobre un equipal, el tradicional sillón artesanal de origen prehispánico, del tipo de los que aparecen en infinidad de fotos y retratos de artistas mexicanos posrevolucionarios en sus talleres, sosteniendo un pincel, elementos con los que simbólicamente afirma su identidad como artista de la Escuela Mexicana. La pintora está enmarcada por un arco de medio punto de ladrillos y piedra, detrás del cual representó un fondo asimétrico, del lado izquierdo una ancha pared gris sobre el que destaca la figura de Costa, y del lado derecho, otro arco de ladrillo pero más distante y angosto, detrás del cual asoma un árbol con una frondosa copa de hojas verdes que armonizan y crean un dinámico ritmo con los ojos y con la blusa artesanal bordada de la artista. Al fondo de la pintura, la puerta de la casa está abierta a la calle y deja ver las ramas de otro árbol, una vez más con sus hojas verdes. A través de los contrastes de los distintos matices de verdes con el complementario rojo de los labios y el pincel, y de una cuidada composición en la que se equilibran las líneas rectas y las curvas, Costa expresa plásticamente su particular visión del mundo en el que su amor y empatía por la naturaleza resulta evidente.

La francesa Alice Marie Yvonne Philippot, conocida por su nombre artístico como Alice Rahon (1916-1987) era ya reconocida como poeta dentro del movimiento surrealista, cuando a su llegada a México, en 1939, comenzó a experimentar con la pintura En su original Autorretrato y autobiografía (1948) utiliza primitivas figuras de palote y otros símbolos que semejan pictogramas antiguos para construir su imagen de forma no mimética sino simbólica. La gran libertad y el espíritu lúdico y lírico de sus trazos trae reminiscencias de algunas de las obras de Paul Klee y de Joan Miró. Los viajes que realizó junto a su esposo, el también destacado artista, el austríaco Wolfgang Paalen (1905-1959), por Bretaña, Grecia, Altamira, y Alaska hasta llegar a México, en búsqueda de sociedades primitivas, de la magia, y de la armonía esencial entre el ser humano y la naturaleza están en el origen de los tótems, escaleras, pirámides, astros, animales y personas representados por la artista. Rahon parece trazar así, simbólicamente, su propio desarrollo interior que la llevó a convertirse en artista entremezclando lo real y la fantasía, con un espíritu surrealista muy original y de gran profundidad filosófica.

Pese a sus lenguajes expresivos diferentes, Rahon desarrolló una muy significativa amistad con Frida Kahlo, a quien le dedicó la pintura titulada precisamente, La balada de Frida Kahlo (1952), descrita por la misma artista como la figura de “un pez volador en el espacio,” conformada por variados elementos simbólicos tales como una rueda de la fortuna, una pirámide, una procesión guiada por cometas, y una gran ciudad, que hacen referencia a actividades, viajes y fantasías que compartió con su querida y admirada amiga, y a las costumbres y tradiciones mexicanas que aprendió junto a ella en México.

Concluiremos el presente texto con una nueva breve mención a otra gran artista y promotora mexicana destacada, Lola Ávarez Bravo, a quien ya discutimos en la sección correspondiente a la década de 1930, y quien pese a su formación tradicionalista, o quizás justamente por ella, con el tiempo fue desarrollando una fuerte conciencia de género que le permitió no solo vivir de su trabajo como fotógrafa, sino además, emprender otros proyectos culturales a través de los que apoyó la promoción de la producción artística de sus amigas y colegas artistas de forma solidaria y visionaria. Efectivamente, Lola Álvarez Bravo fundó una de las primeras galerías de arte en la ciudad de México, la Galería de Arte Contemporáneo, donde en 1953 se montó la única exposición de Frida Kahlo en vida de la artista organizada en el país, y al año siguiente, en 1954, otra exposición muy significativa, dedicada a la obra de otra gran artista mexicana, Isabel Villaseñor.

A lo largo de su vida, Lola Álvarez Bravo realizó numerosas fotografías de contenido social y numerosos retratos de algunos de los personajes más sobresalientes de la cultura mexicana de aquel entonces, como así también numerosas obras como la discutida previamente, que evidencian su interés y profunda reflexión en torno a la situación social del género femenino y sus profundas transformaciones y resistencias a lo largo del siglo XX. Así por ejemplo, En su propia cárcel (11 a.m) (ca. 1950) es uno de sus notables retratos de carácter alegórico, en este caso una elocuente metáfora de la condición de opresión en la que todavía viven muchas mujeres, muchas veces por circunstancias sociales y culturales externas, difíciles de romper, pero también, muchas otras, por su mismo temor de enfrentarse a una vida más plena, pero también más vulnerable al peligro propio del mundo exterior.

A modo de conclusiones

En esta breve síntesis panorámica de la producción artística visual de las mujeres en México durante la primera mitad del siglo XX, podemos concluir que el género femenino ha desempeñado un papel muy activo en la sociedad y en la historia del arte. Las mujeres abordaron todos los géneros y medios artísticos, y en todos ellos, pero particularmente en el del retrato y el auto-retrato, encontraron las oportunidades necesarias para expresar su propia visión del mundo y de sí mismas de forma muy elocuente y creativa, en sintonía con las luchas sociales a favor de los derechos de las mujeres de sus correspondientes etapas históricas.

Con diferentes estilos y con distintas sensibilidades estéticas e intenciones, sus producciones artísticas establecen un interesante diálogo pictórico con las temáticas y las convenciones características del lenguaje artístico de las distintas épocas, muy especialmente con los retratos que de ellas pintaron sus colegas artistas de género masculino, visibilizando las diferentes miradas propias de cada género de forma muy rica y reveladora.

Destacan así ciertas constantes iconográficas que ponen de relieve el importante papel que las mujeres desempeñaron en el mundo del arte, principalmente su auto-afirmación como artistas en pleno derecho, fuertemente contrastada con la impresión que podrían dejarnos la observación exclusiva de las imágenes pasivas que las representan como musas o como personificaciones de distintos conceptos y nociones más o menos abstractas como la nación, la madre trabajadora o las soldaderas siguiendo a sus hombres en la lucha revolucionaria.

La fortaleza de las mujeres artistas residió en su solidaridad como compañeras creadoras, en su perseverancia para luchar en contra de los profundos prejuicios de género que actuaban en contra de su desarrollo profesional pleno, y en un gran talento creativo, a través del cual aportaron una voz alternativa al rico panorama del arte mexicano y sus múltiples renacimientos durante la primera mitad del siglo XX que por fin estamos comenzando a conocer