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Historia natural de la escultura Obra de Maribel Portela

Jueves, 30 Enero 2014 11:02 Escrito por Ernesto Lumbreras
 
El trabajo artístico de Maribel Portela (México, D.F., 1960), por lo menos a partir de su exposición Espiral (1995), se ha definido como un permanente y prodigioso “viaje a la semilla”. Su trabajo reciente, estas flores y tallos de barro (y en madera) en gran formato que aquí se presenta, es una estación más de ese emblemático y perturbador regreso anterior a todo lenguaje. A través de las tramas del tiempo mítico, ha explorado en la alquimia del bronce y del barro una geografía del ser y del estar en el mundo donde la alianza del reino animal, vegetal y mineral entronizan un tratado de armonía, ora sutil y meditabundo, ora desbordado y sensual. En sus diferentes formatos y materiales, cada pieza transmite “chamanicamente” −vía un lenguaje secreto y sagrado− historias de otras vidas que suceden en otros lugares; de aquellas tierras incógnitas vienen las añoradas lluvias que cortan años de sequía o las curas de enfermedades que han mermado fatalmente a la comunidad o, también, la anunciación de acontecimientos o seres que traerán cataclismos o bienaventuranza al lugar. De aquel otro lugar, también, viene la belleza y lo verdadero.
 
Henry Rousseau mejor conocido como “El Aduanero” y, también, en el orbe de un reducido círculo de amigos como “El Confesor de Orquídeas”, dejó inconcluso un cuadro donde un tulipán morado asoma la cabeza dentro de la grieta de una piedra. Esta obra suspendida en el tiempo y en el espacio fue entregada a M. Laurelle cuando, una semana después de los funerales, se apareció en casa de los deudos presentando una letras de cambio a nombre del pintor; dicen los testigos que al usurero no le hizo mucha gracia recibir, como pago al cuantioso préstamo, aquélla tela a medio pintar. Poco tiempo después vino la Gran Guerra y sus desastres y no se supo más de M. Laurelle ni de ese cuadro final de “El Aduanero” hasta que, después de la liberación de París en 1944, apareció; lo encontraron firmemente colgado a un muro a punto de venirse abajo, en una florería abandonada y en ruinas del Barrio Latino. Fue la única flor que se mantuvo en pie, en su trinchera de piedra, esperando el rocío del nuevo amanecer.
 
En el viaje de vuelta, largo periplo donde vigilia y sueño mezclan sus aguas, donde lucidez y delirio hacen juntos un laberinto, esta escultora ha dado lugar en cada una de sus exposiciones a la creación de un ámbito, ese “claro del bosque” del cual nos habla María Zambrano. Después de la galería de divinidades cotidiana reunidas en la muestra Diosas de todos los días (2002), Portela había avanzado una distancia donde el misterioso y propiciatorio “irás y no volverás”, la situaba como constructora y ciudadana de ese ámbito religador de reinos y mundos. Los colgajos, los tatuajes, los tocados, las vestimentas mínimas y simbólicas de sus diosas abrían puertas al campo para las ilusiones y plegarias de todos sus posibles adoradores. Evidentemente, también, ese recorrido le había concedido un conocimiento y un saber en torno de la naturaleza de sus materiales, el metal, la madera y el barro: prolongación de sus ensoñaciones y de sus rituales, cifra de un decir para el ojo del tacto.
 
“Hacer un poema como la naturaleza hace un árbol” escribía el poeta chileno Vicente Huidobro. Decía también, “El poeta es un pequeño Dios”. Pienso que esas máximas se aplican extraordinariamente en un trabajo como el que realiza un ceramista o un escultor. De lo informe, de la materia por recibir “ánima” gracias a las bodas alquímicas del fuego y los minerales, del caos primigenio “cuando el agua no estaba en la ciencia de Dios” (Chumacero, dixit), de la extrañeza y la orfandad de no estar en el verbo creador, sí, de ese región turbia, vacilante y, por supuesto, poderosa, el escultor se encamina (guiado por su talento, su disciplina y sus corazonadas) a traernos algo que no estaba inventariado en la realidad del aquí. Hacer un árbol o una flor no como réplica –aristotélicamente hablando− de la naturaleza; allende la imitación, el escultor infunde un espíritu, un aroma, un despertar a ese volumen tridimensional que podría parecer, un árbol o una flor pero que, bien mirado, es algo más que un árbol o una flor, tal vez la semilla del no querer morir del todo. Tal vez el deseo de construir un jardín sin la mirada de un dios cruel sobre nosotros.
 
En algunas piezas del jardín de barro de Zacatecas de Maribel Portela encontramos hombres y mujeres en escala liliputense; aferrados a sus follajes, acostados en su corola, escalando sus tallos, esta versión de evas y adanes transmiten su poético y gozoso estar fuera de la historia y de la producción, soñando el sueño de la vida con infantil desenfado, a punto, por momentos, de mimetizarse con las hojas y las ramas llevados por un mismo sístole y diástole que impulsa la sangre y la clorofila. Pero también, en su narración intrínseca, estas esculturas se ligan con mitologías nórdicas y célticas donde hadas, duendes y elfos son los guardines del hogar de los dioses. Sin embargo, las piezas “exclusivamente” vegetales tanto en barro como en bronce, exentas de anécdota y fábula, son las que consolidan individual y conjuntamente algo más que un paisaje anímico; ése más, como se apuntaba líneas arriba, crea un lugar de evocaciones y apariciones, un ámbito donde la representación vegetal trasciende la literalidad de su modelo real o imaginado para convertirse en presencia. Sí, lo que atrapa de golpe a manera de encantamiento es la imperturbable presencia de estas plantas, seres que viven y sueñan con los sentidos hacia adentro, arborescencias y flores surgidas de una sensibilidad más onírica que naturalista sin los clichés, por supuesto, del surrealismo tardío. De la misma raíz fantástica aunque con una resolución más sobria y contenida, el jardín imaginario de Portela guarda más de una correspondencia con las invenciones arbóreas de la pintura de Max Ernst o de Wolfgang Paalen y, en menor medida, con la flora de concreto que Sir Edward James hizo construir en Xilitla.
 
Wifredo Lam, Georgia O’Keeffe, Jan Hendrix, Magali Lara y Maribel Portela. Plinio, Linneo, Buffon y Darwin. Artistas, el primer grupo y botánicos, el segundo. Tanto uno como otro comparten una confluencia común: el reino vegetal. Simpatías y diferencias, muchas. ¿Y Goethe, el poeta científico que buscó la planta madre de todo el reino vegetal dónde queda? Raíces, tallos, troncos, hojas, flores, frutos. La mirada y la imaginación de un pintor o de un escultor; la observación y el asombro de un hombre de ciencia. A su manera, en cada profesión persiste un adánico y lúdico “andarse por las ramas” con la ilusión de coger las imposibles y codiciadas “peras del olmo” para finalmente “echar raíces” en el aire perfumado de un bosque que marcha a combatir a un ejército espurio.
 
Porcelana, barro y engobes se suman y se multiplican en la sensibilidad, ritual y fabuladora, de Maribel Portela; troncos, tallos, corolas que crecen en el sueño del que está a punto de despertar, diría con palabras de Xavier Villaurrutia. El monocromatismo arena de buena parte de esta colección corta de tajo cualquier realismo y nos conmina a empezar de cero, en el manantial del silencio, en el inicio de la vida contemplativa; tallos que son columnas de un templo o bases de una urna funeraria que arde desde el principio de los tiempos, labios para cantar y amar que son pétalos abriéndose, ramas que ovidianamente se transforman en serpientes copulando, corolas que son cántaros para diluvios por venir y dormitorios para palabras de amor o de blasfemia que dejaron de decirse hace mucho tiempo. Esbeltas y onduladas, con la corteza lisa, tatuada o con canales, se erigen reinas de una eternidad que no acaba de comenzar; coronadas de gracia, de esa “luz no usada” para salir a plena luz del día “aunque es de noche”, las flores de Maribel Portela son un milagro para ver con los ojos de todos nuestros días. Arte de seducción instantánea y duradera, cada pieza es una inverosímil y gratificante aparición de la verdad y belleza en una época poco propicia para este tipo de revelaciones.
 
Más que ver estas esculturas quiero pegar mi oído a su tallo. ¿Qué conversación de doncellas lavando su ropa íntima se escuchará allá adentro? ¿Qué gritería de urracas o de colibríes contiene sus paredes como el estruendo de un río subterráneo? ¿Qué canciones entonará el infatigable perfumista que vive en su interior? Si la escultura es, se dice aquí y en todas partes, música callada, las flores aquí presentes cumplen el sueño de Sor Juana porque, con los ojos bien abiertos no tardaremos en escuchar su melodía y sus voces vegetales.
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