Moebius
Thursday, 19 December 2013 00:03
Written by Balám Bartolomé
Hay materiales que se explican a sí mismos. Materiales algunos, que en su inercia inerte son acción y reacción, contenedor y masa.
Rompecabezas fragmentado al infinito. Unidad y Total. El barro, materia primigenia, comprende la nobleza que sólo da la tierra; el suelo que pisamos, los caminos que andamos y los pozos de los cuales bebemos. La relación de este material con su contexto es casi cósmica.
No es coincidencia que en prácticamente todas las culturas el barro forme parte de la mitología que da carácter a la historia de un pueblo. Su condición amable lo ha llevado así a compartir la historia del hombre, sea como vasija o escultura o como casa u horno. Al final una forma que contiene y desborda, un objeto con una geometría atómica perfectamente imperfecta. Sin embargo, se ha explotado poco este material por los artistas contemporáneos de los últimos tiempos, más preocupados por generar un discurso visual y político a partir de los mass media o la tecnología. Situación esta, por supuesto, perfectamente válida y comprensible. Quizá se tiene una idea errónea del material que le da un aura hasta cierto punto contemplativa y hedonista. De entrada, una percepción equivocada si pensamos en el
barro como materia dispuesta: energía esperando transformarse. Quién y qué haga con ella es asunto aparte.
En el caso de Ana Gómez, encontramos un conjunto de obra que descansa en un limbo apacible, una frontera donde lo utilitario no lo es, donde una vasija sin fondo no espera contener sino al aire que la invade y donde los objetos parecen más cercanos al diseño y la sofisticación que a la escultura. En las piezas tituladas Mandalas podemos ver un conjunto visual delicado y complejo dentro de su sencillez. En estas piezas se funden el dibujo y la forma. Cada esfera es una cartografía de la mente y cada pequeño esgrafiado es una ruta. La propuesta de Ana encuentra en Solarium (la más ambiciosa de sus piezas) el eslabón
que puede conducirla a nuevas posibilidades. Este escenario parece situarnos frente a un colapso. Es una escena a la vez atractiva y dramática. ¿Asteroides fragmentados, medias naranjas o solo piedras cuidadosamente rotas?
Es justo esta condición de fragilidad lo que hace a este material tan seductor. Independientemente de términos técnicos o definiciones eruditas, lo que tenemos al final es tierra entre las manos.
Fertilidad en todos los sentidos. Después de todo no somos sino hombres de lodo cociéndose al sol.
Hay materiales que se explican a sí mismos. Materiales algunos, que en su inercia inerte son acción y reacción, contenedor y masa.
Rompecabezas fragmentado al infinito. Unidad y Total. El barro, materia primigenia, comprende la nobleza que sólo da la tierra; el suelo que pisamos, los caminos que andamos y los pozos de los cuales bebemos. La relación de este material con su contexto es casi cósmica.
No es coincidencia que en prácticamente todas las culturas el barro forme parte de la mitología que da carácter a la historia de un pueblo. Su condición amable lo ha llevado así a compartir la historia del hombre, sea como vasija o escultura o como casa u horno. Al final una forma que contiene y desborda, un objeto con una geometría atómica perfectamente imperfecta. Sin embargo, se ha explotado poco este material por los artistas contemporáneos de los últimos tiempos, más preocupados por generar un discurso visual y político a partir de los mass media o la tecnología. Situación esta, por supuesto, perfectamente válida y comprensible. Quizá se tiene una idea errónea del material que le da un aura hasta cierto punto contemplativa y hedonista. De entrada, una percepción equivocada si pensamos en el
barro como materia dispuesta: energía esperando transformarse. Quién y qué haga con ella es asunto aparte.
En el caso de Ana Gómez, encontramos un conjunto de obra que descansa en un limbo apacible, una frontera donde lo utilitario no lo es, donde una vasija sin fondo no espera contener sino al aire que la invade y donde los objetos parecen más cercanos al diseño y la sofisticación que a la escultura. En las piezas tituladas Mandalas podemos ver un conjunto visual delicado y complejo dentro de su sencillez. En estas piezas se funden el dibujo y la forma. Cada esfera es una cartografía de la mente y cada pequeño esgrafiado es una ruta. La propuesta de Ana encuentra en Solarium (la más ambiciosa de sus piezas) el eslabón
que puede conducirla a nuevas posibilidades. Este escenario parece situarnos frente a un colapso. Es una escena a la vez atractiva y dramática. ¿Asteroides fragmentados, medias naranjas o solo piedras cuidadosamente rotas?
Es justo esta condición de fragilidad lo que hace a este material tan seductor. Independientemente de términos técnicos o definiciones eruditas, lo que tenemos al final es tierra entre las manos.
Fertilidad en todos los sentidos. Después de todo no somos sino hombres de lodo cociéndose al sol.