Louise Bourgeois: víctima y asesina

Todos nacemos con cara de viejitos. Pero Louise Bourgeois parece conservar la suya tal cual toda la vida. Aun en las fotografías de juventud, donde se le ve rodeada de sus hijos y su esposo —el renombrado historiador de arte Robert Goldwater que la lleva en 1938 a vivir a Manhattan—, se eclipsa su presencia menuda, de cabello recogido en chongo y rostro apergaminado. Ahora bien, sólo cuando a Robert Mapplethorpe se le ocurre sacar aquella toma memorable en 1982, fija de una vez por todas la leyenda de la "anciana extravagante": sonrisa al borde de la carcajada, mirada pilla, inenarrable abrigo de pelo de chango, y cargando un pene de medio metro bajo el brazo. En ese retrato, Louise Bourgeois lleva gallardamente a cuestas sus 71 años, arrugas como de 90, y una impertinencia a prueba del tiempo. No pudo haberse escogido mejor accesorio para la pose que esa escultura, Fillette, iniciada en 1968: marca la inflexión de un trabajo escultórico bastante anodino, estacionado en el tótem primitivista en madera, hacia una "abstracción excéntrica" y biomórfica, la cual le permite acceder a un lenguaje extremadamente singular que prolifera en las vías de lo autobiográfico y en los modelos arquetípicos.

Mil novecientos ochenta y dos es precisamente el año en que el Museum of Modern Art de Nueva York organiza una retrospectiva de la artista (¡la primera que esa institución dedica a una mujer, desde su fundación en 1929!), el detonador de su notoriedad tardía que la consagra en el mundo anglosajón y luego a nivel internacional.

¿Una abuela erigida en paradigma de la experimentación en la plástica contemporánea? Suena incongruente, pero en el fondo no lo es. Dicho sea de paso, ella consideraba su carrera a la sombra como una ventaja en cuanto a libertad de criterio y de acción… Con todo, el éxito del viejo maestro activo sigue siendo un valor cultural que apenas ha sido desplazado por el culto a la juventud promovido desde el romanticismo y la modernidad. Si la pubertad es hoy moneda de cambio en el mercado del arte y monopoliza los circuitos dedicados a la creación visual del momento, la vejez, siempre y cuando sea productiva, suscita el entusiasmo de públicos de todas las edades. Para prueba, la fama intacta y aparentemente inagotable de incontables decanos, entre los que destacaremos, al azar, al novelista Philip Roth, el pintor Lucian Freud, las rockeras Patti Smith y Laurie Anderson, la performancera Marina Abramovic, y en México las artistas Leonora Carrington, Helen Escobedo y Marta Palau. La energía creativa de Louise Bourgeois y su extraordinaria capacidad de provocación y de renovación plástica, fueron la garantía de su longevidad; su caso, como el de Picasso hace varias décadas, conforta el mito del regreso cíclico de la juventud hasta en la edad avanzada.

Lo curioso no es que Louise Bourgeois se mantuviera al margen durante treinta años, trabajando sin tregua pero exponiendo muy poco, sino que el sistema mediático del arte la convirtiera de súbito en un fenómeno. ¿Las razones posibles de tal alboroto? En primer lugar, su obra responde a la sensibilidad y los gustos de una nueva generación posmoderna, que preconiza la vuelta al subjetivismo y a un eclecticismo expresivo junto al cual las exigencias del formalismo se revelan caducas. El arte emergente prioriza al cuerpo y a la sexualidad, terrenos en los que Bourgeois hace exploraciones pioneras. Aunque ella misma nunca se reconoció feminista, sino "especialista de lo femenino", el Women’s Lib la identifica con su causa, y no sólo porque titula una de sus obras c.o.y.o.t.e, del nombre de un grupo de prostitutas disidentes Call Off Your Old Tired Ethics. Hace quince años el colectivo de arte-acción Guerrilla Girls la seguía declarando uno de sus iconos predilectos…

En la obra de Louise Bourgeois, las neurosis infantiles pierden su carácter anecdótico para adquirir dimensión arquetípica. La materia prima son los afectos, y el motor la intención de representar frustraciones y sensaciones a través de la experiencia del dolor, que ella reivindica como su principal campo de interés. Sexo y muerte: una ecuación que se resume en la frase-fetiche "En mi arte, yo soy la asesina", que habrá de reiterar en su diario y sus entrevistas. Bourgeois recordaba haber acompañado un día a su padre a un burdel, y asistido al desfile de una, dos, tres, cuatro candidatas, previo a la elección de la quinta. En la vida real, decía identificarse siempre con la víctima, razón por la cual eligiera la carrera de artista después de cursar matemáticas en la Sorbona; pero admitía simpatizar con la suerte del asesino, aquel que debe vivir con su conciencia. El objetivo, sostenía ella, es ir de la pasividad al estado activo. El miedo es el infierno de la pasividad; los temores del pasado se manifiestan en funciones físicas, resurgen por medio del cuerpo. Por eso, sus esculturas y sus instalaciones son su propio cuerpo. Si bien fue atendida durante largos periodos por Melanie Klein, mantuvo una postura escéptica ante el psicoanálisis, de desconfianza y distancia paródica a la vez. "Lacan y Freud me decepcionaron, prometían la verdad y sólo produjeron teoría; se parecían a mi padre: prometer mucho y dar muy poco", afirmaba con la misma y absoluta desinhibición con que solía narrar a detalle los episodios problemáticos de su existencia: la decepción de sus genitores al nacer esta segunda hija, los esfuerzos siempre insuficientes por agradar al padre, la sensación de crecer atrofiada y acomplejada, la convicción de ser incompetente ante el amor… Cascarrabias, hiriente y a veces hasta antipática, Bourgeois podía revelar su fragilidad profunda, como cuando estalla en llanto al relatar los escarnios de su padre en la película L’araignée, la maîtresse et la mandarine de M. Cajori y A. Wallach (2009).

En virtud del intenso contenido emocional de sus piezas, que conducen a los repertorios de la memoria arcaica, se le ha querido asociar al surrealismo.

Sin embargo, su discurso sobre el inconsciente no procede tanto del sueño y del automatismo, cuanto de la experiencia física emanada de la propia historia, de la realidad personal. "Mis emociones me molestan —se impacientaba—, no son proporcionales a mi cuerpo." Hilvana confesiones, autorretratos, fantasías, impresiones de los sentidos y recuerdos "detestables o maravillosos", suscitados por la evocación del pasado íntimo, que al ser procesados habrán de cobrar una función curativa, casi de exorcismo terapéutico, lo cual justifica la tensión profundamente erótica que anima sus esculturas. "El arte es garantía de salud mental", inscribe la autora en su instalación Precious Liquids en 1991.

El punto de partida en el recorrido autobiográfico de Louise Bourgeois se remonta a una perturbación psíquica de la infancia, que le revela la mentira, los celos, la hipocresía: se trata de la traición del padre, un mujeriego empedernido que durante diez años, y con el acuerdo tácito de la madre, impone en el hogar a su amante inglesa, la nana de los tres hermanos. Segundo choque emocional: el exilio a Estados Unidos, la ruptura de los lazos afectivos que ella intenta compensar con transferencias imaginarias de la constelación familiar, elaborando figuras animistas de los parientes que ha dejado al otro lado del océano. "A pesar de la juventud y la felicidad, había algo muerto, y tenía yo que resucitarlo. Lo que quería resucitar era el derecho a ser infeliz, el derecho a estar en duelo de Francia. No tiene nada de complicado pero resulta muy violento. Es de una persistencia fenomenal, pero es un caos conquistado."

Un primer esbozo de su iconografía se va delineando en los dibujos tempranos de la década de 1940: representan un conjunto de "mujeres-casa", personajes esquizofrénicos cuyo cuerpo está rematado por una construcción arquitectónica. No muy convincentes a nivel plástico, contienen sin embargo en germen varias de las ideas que desarrollará a futuro en torno a la condición femenina: símbolo del refugio materno, de la calidez de la infancia, de la persistencia de la nostalgia y a la vez de la cólera reprimida, esos híbridos articulan además la metáfora de una determinada estructura psíquica. Las mujeres-casa configuran la ordalía de la vida doméstica con marido y tres hijos, pero proponen también un modelo psicológico fundamental.

Otro emblema y recurso técnico de su trabajo se armará por medio del tejido, que trae reminiscencias del entorno familiar (sus padres eran restauradores de tapices antiguos de Aubusson), y dará lugar a insólitas metamorfosis en relieves ovoides que sugieren anatomías fragmentadas, vísceras expuestas, cabelleras deshechas.

Poco a poco, la ambivalencia masculino-femenino prevalece como un motivo obsesivo de las pulsiones sadomasoquistas del cuerpo, tal cual evidencian las esculturas orgánicas que presenta en la exposición "Abstracción excéntrica" (1966), organizada por la crítica Lucy Lippard en una galería neoyorquina con el fin de difundir las nuevas modalidades del arte tridimensional. Y así la famosa Fillette, hechas de capas de látex sobre yeso, juega con las oposiciones blando-duro y priapismo-vulnerabilidad, e ironiza sobre la materialidad de un miembro que posee la textura y el color suaves de la piel de un recién nacido, convirtiéndolo en un objeto que puede arrullarse y mimarse como una muñeca. Junto a ese pene que connotan tanto la agresión como el goce y la ternura, la autora muestra sus Janus fleuris en bronce, que combinan formas abultadas atribuibles lo mismo a vulvas, senos y testículos: vagina y mama con falo, y viceversa, "una referencia a esa especie de polaridad que encarnamos", dice Bourgeois. Más adelante recurrirá al tejido para elaborar siluetas encintas, "divinidades frágiles" amputadas de brazos y cabeza, cuyas redondeces matriciales fusionarán imágenes genitales de ambos sexos, una manera poética de perturbar toda distribución unívoca de los géneros. Esa etapa de su producción me parece una de las más fecundas, porque logra abordar con sofisticada economía plástica una visión patológica, escatológica, casi repulsiva de la anatomía y la sexualidad.

A raíz de la muerte de su marido (precursor en la investigación de los nexos entre arte tribal, de los niños y los alienados, y pintura moderna) en 1973, Bourgeois se ve confrontada a nuevas introspecciones, que la llevan a concebir sus primeras ambientaciones: una de ellas es The Destruction of the Father (1974), una caverna claustrofóbica bañada en una atmósfera rojo sangre, donde el amontonamiento de formas equívocas evoca un festín caníbal de vísceras y miembros destazados. El relato del trauma empieza a traducirse en una estructura narrativa que describe ritos fúnebres o escenas iniciáticas, y exige una contextualización más compleja en el espacio. En adelante, el desbordamiento carnal y pasional será sujeto a una verdadera teatralización del sexo y la muerte, tanto en lo que toca a la recreación de las relaciones de amor-odio con el padre, que la familia devora para vengarse, como al finiquito de las figuras tutelares y de la autoridad.

En los años noventa, la autora adquiere un amplio loft en Brooklyn a manera de taller. Queda a sus anchas para trabajar formatos mayores y empieza a producir ambiciosas instalaciones, como el conjunto Cells, que "representan diversos tipos de dolor: físico, emocional y psicológico, mental e intelectual". Estas piezas, fabricadas a semejanza de cámaras o jaulas circulares, retoman el tema de la casa como arquitectura conceptual y como metáfora del cuerpo, y arman un dispositivo conmemorativo, la verdad bastante críptico, a base de talismanes que sincronizan la recurrencia de los recuerdos remotos: se acumulan los objetos en un orden simbólico a veces indiscernible, desde una réplica a escala de la casa paterna hasta una guillotina, pasando por moldes de oídos y piernas, ropa abandonada, envases de perfume Shalimar y ovillos de lana. Se instaura una relación espacial bastante perversa entre la puesta en escena y el espectador, puesto que este sólo está invitado a contemplar el drama desde afuera, sin poder ejercer el privilegio del voyeur transitando por el interior de las instalaciones.

La obra final de Louise Bourgeois está dedicada a la madre, siempre asociada a los tapices y sus derivados: agujas, hilos, tejido, un material que somete la artista a diversas variaciones volumétricas para simbolizar al zurcido, la reparación, el destino, la vida que pasa… Mientras tanto, se han multiplicado los encargos públicos, en su ciudad natal (Bibliothèque Nationale de France, jardín de las Tullerías) y en Estados Unidos, que lleva a cabo su equipo de ayudantes coordinado por un joven de cola de caballo, Jerry Gorovoy, al que llama su "eminencia gris". Una de esas comisiones monumentales son las arañas en bronce y acero, que traman una metáfora materna extremadamente ambigua, entre pacificadora y depredadora, como aquella gigantesca Maman (1999) de nueve metros de alto que ha dado la vuelta al mundo, desde San Petersburgo hasta Tokio, y cuida ahora la entrada al Museo Guggenheim de Bilbao. Incontestablemente, la vejez regenera la vitalidad de la artista al liberar las compuertas de su inconsciente. Sigue 206 desde el arte firmando instalaciones de grueso calibre: las Red Rooms (1994), por ejemplo, que representan en dominantes rojos las recámaras contiguas de los padres y los hijos, cual una composición del ciclo de vida y del interdicto del nido conyugal donde se juegan la ceremonia erótica y el misterio de la concepción. El motivo de la escena primitiva que domina su obra de la madurez, entendida como receptáculo erótico o "lugar del crimen", como la llama ella, remite a la esfera de la maternidad, el embarazo y el alumbramiento, a la vez que a nociones originarias como la germinación, la reproducción y el orgasmo.

En vísperas de cumplir los 100 años de edad, la artista realiza "dibujos de insomnio", escribe textos poéticos y reflexivos en su diario íntimo, y confecciona pequeñas esculturas decapitadas, de trapo y rellenas de estopa, hechas a partir de retazos de su propia ropa y la de su madre: maniquíes abrazados y copulando, que apelan a actitudes encontradas de ansiedad, angustia, cariño, y hasta de risa: "La pareja que hace el amor está vista por una niña. ¿Acaso están peleando? ¿O divirtiéndose? ¿Uno irá a matar al otro? […] Estoy exasperada por la visión de la pareja que hace el amor. Me perturba al grado que les corto la cabeza". El eterno retorno a la infancia y a los trasfondos de la memoria se acaba cumpliendo en las canciones de cuna tradicionales que graba la artista con una vocecita graciosa y trémula (C’est le murmure de l’eau qui chante [2002]), componiendo incluso algunas en que se mofa del sexismo por medio de feroces rimas en diminutivos (Otte [1995]).

Entre los muchos calificativos que se le han prestado, el que prefiero es el de "magistral marginal", propuesto por el crítico francés Itzhak Golberg, porque pondera el talento de la artista teniendo en cuenta su itinerario único y atípico. En efecto, cualquier intento de clasificar a Louise Bourgeois está destinado a la paradoja. La diversidad de formatos, técnicas y lenguajes que aplicó, el tránsito de lo abstracto a lo orgánico, de la figura a la geometría, de lo rígido a lo maleable, de lo noble a lo ordinario que practicó, escapan a cualquier categorización. Y si se le quiere ubicar en el contexto artístico, lo conveniente es hacerlo por efecto de disonancia respecto a los otros sistemas que ella atestiguó a lo largo del siglo. Ni surrealista, ni abstracta, ni minimalista, ni barroca, esta autora se mueve en los intersticios de la ambigüedad más que en el terreno de la confrontación. Su reconocimiento público coincide con la cultura posmoderna, que entroniza un eclecticismo en total consonancia con su propia autonomía respecto a estilos y movimientos. Si la síntesis de múltiples soluciones plásticas que opera la mantiene receptiva a las corrientes contemporáneas, su trabajo resulta antes que nada subordinado a un discurso heterodoxo, absolutamente autobiográfico y por ende precursor de una generalización de las mitologías personales en las tendencias visuales de la actualidad. En ese registro de introspección compulsiva, resulta inevitable traer a Frida Kahlo a colación, acerca de quien jamás se pronunció Bourgeois, pese a que difícilmente pudo haber ignorado su recuperación póstuma: ambas conquistaron la fama en Estados Unidos a escasos años de intervalo.

Fuera de una audacia y un poder de seducción innegables, lo que cautiva en el temperamento de Louise Bourgeois es su resistencia a la uniformización, su independencia y su tenaz insolencia. Su perseverancia, también, en la conducción de su carrera. Cualesquiera que sean los soportes y dimensiones, las obras que ejecutó a la largo de siete décadas de producción se obstinan en reactivar la obsesión por los tabúes de la familia y su promiscuidad casi incestuosa, el cuestionamiento de los sentimientos maternos, el temor al desamor, la observancia del trabajo artístico como una restauración. Bourgeois canalizó en una implacable continuidad narrativa las fluctuaciones de su memoria, como si las fases recurrentes de su proyecto profesional reflejaran el eslabonamiento de su existencia real e imaginaria.