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Pájaros

Lunes, 23 Diciembre 2013 15:35 Escrito por Osvaldo Sánchez

Pájaros. Pájaros revoloteando en la niebla, articulando la desesperada red invisible, la locura de quien mira sin rostro al aire negro condensarse sobre las cejas, en lo alto, arriba. El viajante le teme a esa distancia sin nombre. Es el abismo donde reina como extraño. Una frágil estadía en cualquier paraje remoto. Ahí donde ya no somos, donde el …deseo de movimiento es sólo un deseo de inercia, el deseo de ver llegar aquello que permanece.

¿Dónde estamos cuando viajamos? se pregunta Paul Virilio, mientras piensa en el viajero circular de Julio Verne. Como si en cada viaje plagiásemos una manera antigua de sobrevivir, de recomenzar a vivir. Cada enclave fundacional –incluso el yo, ese sitio atormentado- es el resultado de un naufragio más o menos imperceptible. Porque sin viaje no hay naufragio. Parecería un vicio griego. Sublimar …el naufragio como fin último del placer.

Hoy -¿tal vez siempre?- viajar designa un devenir estático. El extraño se atrinchera en un confín banal, sin interlocutor y sin geografía, está ahí ufano de un silencio que procede de otra dimensión, su soledad no es más real que una coordenada inmóvil. Donde los misterios salvajes de las noches del desierto resplandecen por doquier: en el yermo jardín de las arenas, en el hálito de las palmeras, en el frío lunar, en las estrellas que se mueven en la corriente oscura. El paisaje como una escenografía a la búsqueda de su personaje. La presencia del viajante encubre una ausencia. ¿Dónde está el otro, ese que nos ha abandonado? ¿Dónde está quien al no acompañar nos condena a este viaje? Tal vez sea esa ausencia tutelar la que borra las orillas, la que magnifica en el primer plano un detalle voraz que lo nubla todo. El que no está desata los pliegues de una distancia que se devora a si misma. Esa intemperie, su dimensión, su profundidad, están marcadas por el deseo de su muda compañía, un deseo que desde un paisaje anterior nos destierra. El extraño que somos entonces protagoniza en el afuera, cumple una manda de sobrevivencia. Su peregrinar es un modelo de sacrificio. Pero en la oscura fatiga del viaje, la no pertenencia –a nadie y a nada- tal vez funcione como un filtro de identidad.

El viajante –Chatwin, Humboldt, Calvino, Marco Polo, Lowry, Bowles, Von Chamisso, Durell…- siempre es un disidente de si mismo, grita exhausto en el paisaje inaprensible su orgullo de niño, su brújula rota. Todo lo que está más allá, está demasiado lejos. Aunque ausente del mundo, deja su huella sobre esa piel enferma que es el aire negro que le envuelve, un registro que adquiere la fiebre de la escritura. Al escribir escarba en esa tierra baldía, insondeable, de manera que todo relato de viaje siga siendo un relato de muerte. El desarraigo, un escenario de purificación, …la extrañeza de lo que ya no eres o ya no posees, te espera al paso de los lugares perdidos.

La borrosa cartografía de un sitio ajeno, en el pliegue de unos párpados cansados. Viajar como renuncia, como agotamiento. ¿Quién emula la mirada del nómada, refinada en el campo ciego de un paraje imposible de sobrevivir? El Duque de Chartres, pionero del turismo y fotógrafo amateur, lleva a Egipto su cámara en 1859 a fin de capturar el fulgor de una terrorífica inmovilidad. ¿Acaso es eso la fotografía de paisaje: el fulgor externo de una terrorífica inmovilidad interior?

En sus inicios fotografiar fue la consagración de un ánimo de coleccionar, de clasificar, de imprimir la certeza de una diferencia. La historia de la fotografía endosa la historia del pensamiento de la diferencia. Y ese registro incluye al desconocido que somos para nosotros mismos. Viajamos con una cámara, fotografiando el rostro propio erosionado. La niebla donde espejea ese que difícilmente aún sobrevive, que todavía dolorosamente aún recordamos ser. Con la aceleración, viajar equivale a filmar, no tanto producir imágenes, como huellas mnemotécnicas nuevas, inverosímiles, sobrenaturales. El artista disparó su obturador como quien dispara una arma suicida. Las imágenes indicaban una pérdida mínima y definitiva, algo que escapo al ojo común como escaparía una evidencia monstruosa.

La paradoja de todo viaje –de cada devenir-, es la imposibilidad de regresa, como Ulises, ni acompañado por los Dioses ni por los mortales hombres. Y en ese punto móvil –Oh, Heidegger- donde la cercanía de las cosas permanece ausente… somos el extraño, es decir el suicida, el autista, el asesino.

(Las citas en cursiva perteneces a Paul Virilio, Bruce Chatwin, Paul Bowles, Malcolm Lowry, Italo Calvino, Nissan Pérez, Homero y Martin Heidegger)



Pasión por el asombro

Por Angélica Abelleyra

De pequeña su mayor placer era adentrarse en el ropero con los álbumes de familia y robarse algunos retratos con bordes de piquitos. Corría a su recámara y miraba aquellas fotografías que su padre había tomado en el campo o en las fiestas de cumpleaños. De inmediato las escondía y se afanaba en otra pasión: la escritura de cuentos que plasmaba en una libreta.

Tendría once años y uno de los regalos de Navidad que más apreció Graciela Iturbide (DF, 1942) fue una camarita Kodak con la que vio de cerca por primera vez su mundo. Vivía en Aguascalientes y el disfrute de la imagen se acrecentó con la llegada de la revista Time que devoraba con ansia. Sin embargo, deseaba ser escritora, se casó, tuvo tres hijos y ya ama de casa, se enteró de la existencia de una escuela de cine donde podría continuar su placer de ver la vida a través de un visor. Pero ahora, en movimiento.

Ingresó al Centro Universitario de Estudios Cinematográficos de la UNAM y allí conoció a Manuel Álvarez Bravo. A ella no le correspondía el curso pero Álvarez Bravo le permitió la entrada, a los cuatro días la invitó a ser su achichincle y allí empezó su enamoramiento pleno de la imagen.

“Lo acompañaba siempre a trabajar, a escuchar música y ver libros, sobre todo de pintura. Con él no aprendí ni a revelar ni a imprimir. Mi mayor suerte fue estar cerca de lo trascendente: experimentar su sentido del tiempo y de la contemplación. Él tiene una relación poética con el tiempo, para ver, escuchar música y hasta para pensar. Eso fue lo que más me emocionó, el no precipitarse”.

Año y medio fue su ayudante y después empezó a trabajar como fotógrafa en varias revistas. En 1974 viajó a Panamá y realizó un reportaje sobre Omar Torrijos. En México documentó operaciones, hospitales y partos; también fiestas populares y las culturas indígenas para el Fondo Nacional para las Artesanías (Fonart) y para el Instituto Nacional Indigenista (INI).

Allí inició su camino en la foto y fue un regalo del cielo porque luego de conocer a los seris y hacer el libro Los que viven en la arena (1980), vino el proyecto de Juchitán de las mujeres. Francisco Toledo la invitó a tomar fotos para llevarlas después a la Casa de la Cultura de Juchitán. El trabajo se amplió y se hizo un libro (Ediciones Toledo, 1989) que fue premiado en Francia.

Caminante por parajes de India, Oaxaca, Sonora, Louisiana y Mississippi; deteniéndose en escenarios donde reina una cerca, un muro, un pastizal seco o una planicie llena de pájaros, sólo enfoca si algo le sorprende. De allí sus cuadernos de viaje (junto con el poeta Roberto Tejada) sin más determinaciones que el asombro, lo inesperado y hasta el sin sentido, siempre con las marcas inevitables que encuentra de sus gurús Josep Koudelka y Christer Strömholm.

Texto publicado originalmente en La Jornada Semanal (07/enero/2001). Integra el libro editado por la UANL
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