Creer en la fragilidad
Lunes, 06 Enero 2014 20:41
Escrito por Angélica Abelleyra
Su estudio parece un muestrario de excavaciones arqueológicas. Piedras, trozos de barro, placas de metal, ramas secas y fragmentos de yeso descansan en pequeños grupos expuestos como para la venta en un tianguis popular. Pero las piezas de Perla Krauze (DF, 1953) no tienen la carga del tiempo contado en siglos. Son fósiles de hoy. Son sus objetos hechos de resina, plomo, cera y azúcar con los cuales transgrede a la naturaleza porque la preserva, la hace más perdurable sin buscar siquiera clonarla. “La naturaleza es tan maravillosa que no tiene sentido hacer una recreación. A lo más que aspiro es a concientizar sobre la necesidad de cuidarla”.
Además de objetos que son escultura, Perla hace pintura. Entre ambos universos se mueve de tiempo completo desde hace 22 años, tras descartar la antropología y la ortodoncia. “No me supe escuchar”, acepta, pues si bien desde pequeña creció al amparo de la natura en El Pedregal y hacía esculturas de manera natural y gozosa, aquella facilidad se transformó en desconfianza sobre un camino creativo que “tal vez no valía la pena”.
Todo fue tomando su curso cuando ingresó a la Academia de San Carlos para estudiar diseño gráfico. Empezó a tomar clases de perspectiva y dibujo constructivo, pero de pronto las artes visuales ocuparon mayormente su tiempo y estableció un nexo con la pintura que continúa hasta ahora.
Empezó entonces con la tela y el óleo como la forma más convencional de creación pictórica. Su trabajo era narrativo, con la figura humana cual elemento central; sin embargo, al poco tiempo vino la depuración. Su vida en pareja con un arquitecto motivó que atendiera otros elementos: naturaleza, espacio, luz y tierra, hasta que comenzó a alternar su incursión en la pintura con el quehacer escultórico. Buscó ambientes y atmósferas, generó contemplación más que narración y trató de llamar la atención hacia lo insignificante y que dejamos pasar de lado, sea una piedra en el camino, la nieve que desaparece o el movimiento sutil de una mano al tocar una tela.
Influenciada por el desparpajo sabio de Gilberto Aceves Navarro, Perla quedó también marcada por los viajes. En el Goldsmith College de la Universidad de Londres tomó un curso de textiles aplicados a las artes plásticas (1980) y trece años después otro de pintura en el Chelsea College of Art (Londres). Su trabajo se ha mostrado en espacios privados y públicos de Nueva York, París, Los Ángeles y varias ciudades de México. Luego, durante una residencia de siete semanas en el Banff Centre de Canadá (2002), se enroló con el video como un ritual, casi la escritura en un diario para documentar el elemento tiempo.
Hoy, la artista encuentra difícil autodefinirse de la misma manera que los críticos de arte y los curadores no la pueden anclar a ismos, escuelas y nada. Para ella, cada lenguaje artístico se convierte en un fragmento de su manera de ver el mundo y tiene la esperanza que en su obra se lea algo de lo que personalmente es.
Viajera, recolecta siempre los objetos que en algo la enamoran. Las piedras son sus preferidas y una que otra rama. Las carga cientos de kilómetros y luego las desempaca en su taller, las hace en moldes y les da otra vida en materiales ajenos que le ayudan a profundizar en reflexiones sobre la memoria, las relaciones humanas, la fragilidad del ser y las fragmentaciones de pensamiento y alma.
Texto publicado originalmente en La Jornada Semanal (21/julio/2002)
Su estudio parece un muestrario de excavaciones arqueológicas. Piedras, trozos de barro, placas de metal, ramas secas y fragmentos de yeso descansan en pequeños grupos expuestos como para la venta en un tianguis popular. Pero las piezas de Perla Krauze (DF, 1953) no tienen la carga del tiempo contado en siglos. Son fósiles de hoy. Son sus objetos hechos de resina, plomo, cera y azúcar con los cuales transgrede a la naturaleza porque la preserva, la hace más perdurable sin buscar siquiera clonarla. “La naturaleza es tan maravillosa que no tiene sentido hacer una recreación. A lo más que aspiro es a concientizar sobre la necesidad de cuidarla”.
Además de objetos que son escultura, Perla hace pintura. Entre ambos universos se mueve de tiempo completo desde hace 22 años, tras descartar la antropología y la ortodoncia. “No me supe escuchar”, acepta, pues si bien desde pequeña creció al amparo de la natura en El Pedregal y hacía esculturas de manera natural y gozosa, aquella facilidad se transformó en desconfianza sobre un camino creativo que “tal vez no valía la pena”.
Todo fue tomando su curso cuando ingresó a la Academia de San Carlos para estudiar diseño gráfico. Empezó a tomar clases de perspectiva y dibujo constructivo, pero de pronto las artes visuales ocuparon mayormente su tiempo y estableció un nexo con la pintura que continúa hasta ahora.
Empezó entonces con la tela y el óleo como la forma más convencional de creación pictórica. Su trabajo era narrativo, con la figura humana cual elemento central; sin embargo, al poco tiempo vino la depuración. Su vida en pareja con un arquitecto motivó que atendiera otros elementos: naturaleza, espacio, luz y tierra, hasta que comenzó a alternar su incursión en la pintura con el quehacer escultórico. Buscó ambientes y atmósferas, generó contemplación más que narración y trató de llamar la atención hacia lo insignificante y que dejamos pasar de lado, sea una piedra en el camino, la nieve que desaparece o el movimiento sutil de una mano al tocar una tela.
Influenciada por el desparpajo sabio de Gilberto Aceves Navarro, Perla quedó también marcada por los viajes. En el Goldsmith College de la Universidad de Londres tomó un curso de textiles aplicados a las artes plásticas (1980) y trece años después otro de pintura en el Chelsea College of Art (Londres). Su trabajo se ha mostrado en espacios privados y públicos de Nueva York, París, Los Ángeles y varias ciudades de México. Luego, durante una residencia de siete semanas en el Banff Centre de Canadá (2002), se enroló con el video como un ritual, casi la escritura en un diario para documentar el elemento tiempo.
Hoy, la artista encuentra difícil autodefinirse de la misma manera que los críticos de arte y los curadores no la pueden anclar a ismos, escuelas y nada. Para ella, cada lenguaje artístico se convierte en un fragmento de su manera de ver el mundo y tiene la esperanza que en su obra se lea algo de lo que personalmente es.
Viajera, recolecta siempre los objetos que en algo la enamoran. Las piedras son sus preferidas y una que otra rama. Las carga cientos de kilómetros y luego las desempaca en su taller, las hace en moldes y les da otra vida en materiales ajenos que le ayudan a profundizar en reflexiones sobre la memoria, las relaciones humanas, la fragilidad del ser y las fragmentaciones de pensamiento y alma.
Texto publicado originalmente en La Jornada Semanal (21/julio/2002)