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Las Mujeres de Carolia

Viernes, 24 Enero 2014 12:10 Escrito por Hernán Lara Zavala Revista ARTES DE MÉXICO Num.32
 
Estás frente a un cuadro de Carolia. Como con todos los pintores, te dices; este cuadro forma par­te de un mundo cerrado que se invoca reiterada­mente en cada obra. El aire, el color, la textura, el trazo, la composición, las figuras, todo en él pro­duce el efecto de sensualidad, de melancolía, de misterio, de abandono y de nostalgia. No importa el tema: al situarnos frente a sus cuadros la reac­ción es invariable. Y es que la pintura de Carolia encierra varias historias que afortunadamente ella se abstiene de narrar. Las evoca, las roza, las insi­núa, pero nunca las cuenta. Sus historias se pare­cen a la de aquella mujer que miraba eternamente al mar en espera del amante que nunca existió.
 
¿De dónde surgió todo ese mundo? Es la pre­gunta obligada al observar sus cuadros. ¿Qué tuvo que vivir la artista para obsesionarse de esa mane­ra por sus mujeres y sus hombres, por el espíritu que puebla sus lienzos, por sus objetos, y sus año­ranzas?
 
A la distancia Carolia reconoce que desde siem­pre se sintió pintora. La vocación suele iniciarse como un acto de la voluntad, pero los caminos son siempre imprevisibles y muchas veces sinuosos. Entre sus recuerdos Carolia descubre, en el princi­pio, la imagen de Andrea Palma, la actriz de La mujer del puerto, en la película En la palma de tu mano. Una mujer descubre a otra mujer, una artista a otra, ¿en qué momento tomó Carolia la decisión?, se le preguntó. No, no poseía las dotes histriónicas. Además era tímida. ¿Y si hiciera cine, ese gé­nero que tanto ama y que tanto disfruta? Tampo­co, demasiado caro y complicado.
 
Carolia es la hermana mayor de una familia de cuatro mujeres y un hombre. Ella asume su primogenitura como algo natural. La infancia y la juven­tud de Carolia transcurren entre mujeres a la sombra de un padre cardenista y comecuras. Se convierte en la consentida de papá, a quien reconoce como uno de sus formadores. El mundo femenino le es cercano y no le resulta en absoluto hostil: su ma­dre representa para ella la emotividad y la alegría de vivir. En su fuero interno, sin embargo, siente el deseo de ser todo lo que su madre no es. Hacer su vida por sí misma, crear un mundo propio. Piensa en sus antecedentes familiares buscando influen­cias: sí, una de sus tías dibujaba, pero el hecho no le parece realmente significativo. Decide estudiar psicología y se pierde entre los pasillos de la Fa­cultad de Filosofía y Letras, en compañía de brujos y científicos. Acaso por ello se percibe una bús­queda en sus figuras; sus mujeres poseen una vida interior, algo que no puede decirse de muchos pintores. Pero para que esas figuras se hagan rea­lidad en el lienzo todavía tendrán que pasar algunos años.
 
Cuando Carolia esta a punto de culminar la ca­rrera se siente insatisfecha. Un desencanto genera­lizado bulle por el mundo. En París, en Praga, en Berkeley. Y de sopetón le llega el 68. Ella lo recibe como un bálsamo que le permite librarse de ata­duras. Se hace marxista. Empieza a dibujar de ma­nera artesanal para apoyar el movimiento: diseña carteles, conoce gente, se relaciona con los inte­grantes de La Espiga amotinada, cuando se da cuenta, se ha convertido en pintora, aún antes de haber pintado algo que para ella valga la pena.
 
Ingresa al taller de Mario Orozco Rivera. Él la inicia en la técnica del acrílico y del color, apren­de a preparar telas, trabaja con pinceles, con bro­cha, con pistola de aire, con esmeril. Por fin se encuentra en los comienzos de lo que será su carrera. Trans­curren dos años y un buen día, al ver una de sus pinturas colgada en la pared, alguien exclama: “¿De quién carajos es este cuadro?”
 
A aquella persona, le había molestado la marca­da influencia de Orozco Rivera. Quien había hecho el comentario era Gilberto Aceves Navarro. La rescata como discípula. Con Aceves Navarro em­pieza a liberar el trazo. Se lanza a la búsqueda de su mundo. La hija del comecuras se inclina en principio hacía lo místico y empieza a pintar reli­giosas, vírgenes y monjas. Sus cuadros reflejan ya una cierta sensualidad, así como una cierta dosis de decadencia: monjas crucificadas, vírgenes en poses provocativas, figuras en conflicto para sacar su energía interna.
 
Después de San Carlos pasa fugazmente por La Esmeralda, la cual le resulta demasiado académi­ca, así que decide regresar a San Carlos. Empieza a nutrirse de influencias externas: admira la pintura de Van Gogh, a quien ama por sobre todos los demás pintores. También aprende  de Cezanne, de Toulouse Lautrec, de Gauguin, de Bacon, de Hopper. Entre sus colegas mexicanos contemporáneos admira, además de Aceves Navarro, a Max Kaus, a Maximino Javier, a Alfredo Castañeda, a Francisco Toledo, el color de Pedro Coronel, el trazo figurativo de Rafael Coronel: le gusta el trabajo de Castro Leñero, de Rafael Cauduro y el de Magali Lara, quien fuera su alumna en un curso de diseño. Tam­bién le gusta la literatura. Su primera exposición llevó el título de "Felices los normales", basada en un poema de Roberto Fernández Retamar. "Las mu­jeres vestidas de relámpago" es parte del poema del cubano que le entusiasma, el título de la nove­la de Heinrich Boll, Retrato de señora con grupo, bien podría haber inspirado alguno de sus cua­dros. Y una de sus más bellas exposiciones está montada en torno a cartas famosas de políticos y literatos. En 1967 conoce al hombre que la acompa­ñara de por vida, El Chale. "Si no hubiera sido por él quizá yo nunca hubiera expuesto", afirma Carolia. Chale, educador precoz, tan corpulento como cálido, tan alto como inteligente, con ese rostro y esa barba que recuerdan a Fidel, de hablar pausa­do y mirada honesta se conviene así en el cómpli­ce en la vida de la pintora. Juntos aprenden a ser libres. Curiosamente, él, político por vocación, le enseña que la pintura no puede subordinarse a los intereses de la ideología, que el arte panfletario no es arte. "La política es praxis, se ejerce cuando uno sale al mundo a partirse la madre", le dice él. Cha­le le ayuda a comprometerse con la vida. La polí­tica en la calle. El arte en el estudio. Y es entonces cuando Carolia logra atisba r el carácter sagrado de la pintura.
 
Hay que trascender los dilemas, vencer las du­das y olvidarse de las teorías. Y así Carolia resiste los vaivenes de la moda. No la tientan ni el arte abstracto ni el pop ni el conceptual. Desde sus comienzos opta por la pintura figurativa con ecos de realismo y de misterio, con una fuerte propensión al rojo, al blanco y al azul. Sus figuras humanas se­rán, en lo fundamental, aunque no exclusivamen­te, mujeres: mujeres bellas, arquetípicas, intempo­rales, todas parecidas entre sí, de cabello negro y largo, de poses sugerentes, como si todas fueran una sola y misma mujer —la mujer universal— que se multiplica sin cesar dentro y fuera de los cua­dros como el alter ego de la propia Carolia que, mientras pinta, se cuestiona, ¿Para qué pintar?
 
Tal vez para reflejar al ser humano con su cuer­po, sus deseos, fantasías y frustraciones al tiempo que busca la esencia de las formas y los colores, o para infundirle vida a una intuición, para evocar enigmas irresolubles. Esas mujeres se plasman co­mo seres evanescentes, de mirada perdida en la inmensidad del lienzo, que le dan la espalda al mundo o lo miran de soslayo o clavan su mirada en los ojos del observador, haciéndolo presa de ellas. Esas mujeres muchas veces se muestran jun­to a su doble —otro de los temas de Carolia— con quien coinciden en el espacio pictórico pero cuyo encuentro raras veces se logra, como si estuviesen condenadas al desencuentro.
 
También es muy significativo el papel que de­sempeña la Luna —otra imagen de la mujer— en los cuadros de Carolia. Muchas veces acompaña a sus protagonistas como un ser más que las obser­va y las contempla. Algo semejante sucede con los objetos que pinta. Todos se vitalizan porque con ellos evocamos sin remedio a su correspondiente humano, ya sea una silla, un retrato y una carta, unas flores, una habitación con el teléfono descol­gado y la cama bien tendida. Como en sus muje­res, en ellos viven simultáneamente el deseo y la frustración.
 
Las mujeres de Carolia están trazadas con ras­gos delicados, con los vestidos al viento, como se­res en constante duda, cuestionando su ser y su destino. En ocasiones estas mujeres se ven acom­pañadas de figuras masculinas que realzan su feminidad o bien de los fantasmas que las habitan y que se les revelan cuando menos se lo esperan, fantasmas que nos hacen recordar el momento aquel en el que en vano quisimos detener el tiem­po o vivir lo nunca vivido.

Todo eso y más, mucho más, es lo que te espe­ra cuando estás frente a un cuadro de Carolia.
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