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Fotografiar y acorralar la vida

Viernes, 31 Enero 2014 17:01 Escrito por Angélica Abelleyra
 
Su camino ha sido largo para testimoniar los abandonos, insistir con los temas del tiempo, el rechazo y los desgastes que se fijan en la piel hasta llegar al alma.
 
Estaciones de tren desamparadas y retratos de gente a la espera del vagón eran ya la primera muestra del paisaje de la desolación concebido por Vida Yovanovich, la pequeñita cubana que ya miraba el mundo a través de una cámara regalada en casa, pero que en México perfeccionó como un profundo compromiso con la fotografía que nos confronta y acorrala: los autorretratos que agolpan los miedos en el rostro y las instalaciones que cuestionan nuestras dudas e  interioridad no resuelta.
 
 Vida nació en Cuba; salió a los siete años de la isla y desde entonces radica en México. Sus padres yugoslavos vivieron la guerra, huyeron de ella y ese rastro quedó impreso en su piel. Ahora su padre escribe sus memorias y su madre continúa aceptando ser fotografiada para las series que la artista concibe bajo esa tríada siempre dolorosa y pocas veces tierna: tiempo, desgaste, abandono.
 
Al principio fueron los trenes; prosiguieron las muñecas-desperdicio y desde entonces, las caras de plástico que son amuleto en camiones de basura se tornaron en retrato de las niñas-mamá que cuidan a sus hermanos o a sus propios hijos sin saborear el jugo fresco de la travesura. De esa maternidad forzada, Vida -leona como es-  dio el salto a la vejez y aterrizó sin poética de por medio en su visión de las mujeres de cabello blanco, piel ajada y ojos de pasado y porvenir.
 
Durante muchos años acudió a un pequeño asilo detrás de la Villa de Guadalupe. Y no hizo más que mirar, callar, llorar, platicar, convivir y, finalmente retratar a las ancianas que constituyeron Cárcel de los sueños: su reflexión amorosa y nada complaciente de ese periodo vital que ha integrado exposiciones itinerantes por el mundo, un libro (con prólogo de Elena Poniatowska y coedición de Casa de las Imágenes, Centro de la Imagen y el CNCA) y el premio Casa de las Américas  (Cuba, 1990).
 
Influida por el trabajo de Graciela Iturbide y Dwayne Michels; admiradora de la producción de Pedro Meyer y Gerardo Suter, Vida percibió su atracción de incursionar en los espacios internos donde se siente protegida. Y en ellos impulsó el reinado de la luz: contornos, haces y arcos que entran sin pedir permiso entre las ventanas y las cortinas de una habitación donde las ancianas conversan, acicalan su cabello largo, espantan palomas o espíritus. Entre todas ellas, como fantasma, Vida se retrata al paso del tiempo, sin el maquillaje de la poesía que algunos dan a la vejez. Con dureza. Sin retoque.
 
Apasionada del autorretrato, ama el trabajo que acorrala. “El artista tiene la oportunidad de confrontar al espectador y es algo que no voy a perderme”, sonríe quien aprendió los secretos técnicos para transgredir esquemas. “No puedes romper sin saber armar. Para mí la fotografía no es sólo encuadrar sino ver luz, cuidar el revelado y ampliaciones; darse tiempo”.
 
Y esa es la clave de Vida Yovanovich: el tiempo. Lo retrata y se lo otorga. Como los tres años que se tomó para involucrarse con las ancianas, volverse una de ellas, tornarse transparente y darse el permiso de robarles imágenes que nos ayudan a dar una cara más fresca ante nuestras angustias y recelos.
 
Texto publicado originalmente en La Jornada Semanal (27/febrero/2000). Integra el libro editado por la UANL.
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