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El retozo al descubrir

Martes, 17 Diciembre 2013 10:39 Escrito por Angélica Abelleyra

Sus fotos son una suma de imágenes sugerentes, producto de una mirada atenta y discreta; pulcra y tierna dirigida a los seres humanos, los paisajes y los objetos. Fue pionera en muchos sentidos: artista de la lente con una visión multiplicada de su entorno; mujer independiente que a mediados del siglo XX se hizo de un lugar fundamental en el quehacer artístico del país; defensora de los derechos autorales de los fotógrafos y creadora con una actitud lúdica que así ella misma definía: “el retozo, el arrebato, la travesura que te provoca el descubrir”. Hablamos de Lola Álvarez Bravo (1907-1993).
 
La época más feliz fue de su niñez, cuando vivía con su papá y su hermano en una casa porfiriana con 28 cuartos y un teatro en el que inventaba obras o en la azotea donde fusilaba a sus muñecas francesas al escenificar momentos de la Revolución. De su mamá poco recordaba; murió cuando contaba apenas tres años en Lagos de Moreno, Jalisco, donde nació con el nombre de Dolores Martínez de Anda. Luego fue con su familia a Guadalajara y a la ciudad de México.
 
Estudió en colegios de monjas pero cuando no tenía ganas de acudir a la escuela tomaba clases en casa. Consentida, vio derrumbado su mundo protegido cuando falleció su padre y tuvo que ir a vivir a la casa de su medio hermano, cuya madre era hostil con ella. Así, de una casa ajena, pasó al internado por dos años. La falta de libertad durante esa estancia la marcó para siempre. Lucharía por ella a fin de hacer lo que le diera la gana, sin ataduras en una educación que la preparaba para coser y tocar el piano. Por ello sus deseos hacia la medicina fueron inalcanzables hasta que la posibilidad de liberarse apareció al hacerse novia de Manuel, su amigo desde niña, y con quien casaría más tarde.
 
Manuel Álvarez Bravo no era entonces célebre. Ganaba poco en la contaduría de Hacienda y empezaba a hacer cosas con su cámara. Lola tomaba algunas fotos sin darles importancia. Más bien era la chícharo (ayudante) de su marido, revelando y lavando negativos, y sintiéndose feliz como extensión de aquél, compartiendo además amigos como Rivera, Orozco, Tamayo y María Izquierdo. Ellos le dieron la fortaleza al separarse de Manuel en 1934 (a pesar del divorcio,  efectivo 15 años después, siempre usó el apellido de casada).
 
Con un hijo, separada y sin trabajo, empezó a laborar como fotógrafa en la SEP; organizó el archivo fotográfico de la secretaría, y fue parte del Laboratorio de Arte del Instituto de Investigaciones Estéticas de la UNAM. A mediados de los años 30 fue precursora del fotomontaje en México, incursionó en el documental con una pieza sobre los murales de Rivera en Chapingo y dejó inconcluso un proyecto de cine sobre su amiga Frida Kahlo.
 
En sus collages, paisajes y escenas urbanas con rostro de miseria, nunca faltó ese aprendizaje técnico como tampoco la dignidad y el respeto por los fotografiados y un inmenso amor a la belleza, sin proclividad a la cursilería ni al estereotipo. Además de ser la impulsora del primer cine club en México, abrió la Galería de Arte Contemporáneo en la que entonces no era la Zona Rosa pero que congregó durante sus siete años obra de Orozco, discusiones sobre “lo mexicano” en el arte y un célebre homenaje a Frida Kahlo.
 
Querida por sus amigos, asidua de El Leda en el que bailaba sus buenos danzones, nunca la asustó la soledad. La disfrutó para pensar, decidir y escoger su vida, esa en la que optó por la fotografía como eterna búsqueda.
 
Texto publicado originalmente en La Jornada Semanal (25/abril/2004)
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