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La talla del mar

Sábado, 24 Mayo 2014 11:37 Escrito por Jaime Moreno Villarreal

Texto para el catálogo de la exposición La talla del mar

Es de no creerse. Que el río brota del manantial. Pero si uno busca las fuentes de los grandes ríos, son sólo eso: un pequeño ojo de agua, y a veces mucho menos, sólo un brote de hilillos en un prado humedecido.

Nada tiene que ver el misterio del flujo del río con ese esquema mental de las aguas que avanzan en línea hacia el mar. Basta con mirar el río desde arriba, en el puente. Las aguas no avanzan enfiladas, más bien se mezclan, retroceden, forman torbellinos, resurgen, chocan, se evaporan, remontan a contracorriente, continúan. Cómo se parecen al trabajo.

La pintura es un agua condensada, hecha espesa con el fin de obligarla a contener luz. La paleta de un pintor, o la cacerola donde prepara el encausto son pequeños estanques untuosos. Uno no podría creer que de ahí brota el cuadro. Pero sí, en la paleta y la cacerola están incrustados el torbellino, la turbulencia.

Cuando María José Lavín pinta el mar está filtrando las aguas. No produce tanto imágenes del mar como imágenes del trabajo de las aguas. Su pintura es sumergimiento y por ello suma el sonido sordo de las aguas y el tacto de la mano que prende el agua: sonido y tacto, las costras del encausto.

Luz, más allá de toda forma.

Sus cuadros horizontales quisieran a veces adelgazarse hasta ser puro horizonte, ser puramente entre. Pues en el umbral se da el verdadero proceso de invención donde altamar es un cielo que se funde en escarpas de cera. Es el sueño de Durero, ¿no es cierto?, del cielo que se desfonda en diluvio sobre el horizonte.

Entre debe ser un nombre de náufrago.

María José aplica el encausto en capas que sugieren olas, pero también estratos geológicos. El agua trae enterramientos, sedimentos minerales, tejidos orgánicos, conchas, osamentas: fósiles. Quizá ésa sea la clave del paso de la artista a la escultura. Los fósiles, los huesos, los cantos rodados, todos trabajados por las aguas. Luego entonces, esculpir es fluir. Mirando el río desde el puente el agua no existe, sólo existen las aguas.

La escultora coloca algunas de sus piezas sobre planchas negras y alongadas. No son bases, son metáforas del agua. Dan reverberación, el beso de las olas. La expresión es cursi, el beso de las olas, y a fuerza de repetirse abre abismos pues el beso que pule es el mismo que ero siona. La plancha negra también indica una losa, el beso de la muerte, que es el tema por excelencia de la escultura, la forma fría del flujo de la vida.
El flujo de la vida aparece en la escultura en cantera de María José Lavín dando forma a una columna vertebral rota. Es también el abrazo de dos cuerpos, el beso de piedra. Ahí están, haciendo eses, el manantial y el río, ahí está el torbellino, la turbulencia, el sonido y el tacto, el nombre Entre, el beso que funde y erosiona.

Los puentes se hicieron para ser quemados, las bibliotecas para ser dispersadas, las esculturas para ser demimbadas. Los manantiales, para la precipitación de las aguas. El beso de piedra es eso, una precipitación.

La caída de las aguas, ¿cómo atravesarla? Con trabajos.

El arte de María José Lavín es la talla del mar.

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