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La piel de las horas

Lunes, 26 Mayo 2014 11:11 Escrito por Andrés de Luna    
Los objetos forman sus propias redes de significación. Están expuestos a los mordiscos furiosos de Cronos o se resguardan en su permanencia. Hablar de la naturaleza muerta es invocar esa paradoja entre lo que está próximo a sufrir los deterioros de la putrefacción, lo que exalta la contundencia de su aspecto lozano o lo que ya es simple memoria de las cosas. Pierre Klossowski anotaba que “el delirio no está en ‘el acto monstruoso’, sino en la ‘certeza’ de que la ‘fuerza del ejecutor’ es previa al poder de su representación”. El artista sabe emplear la duda, una aparente debilidad, que gana la partida al experimentar con la disposición de la forma. Delira, sólo que lo hace sin un carácter asertivo, eso lo deja para los científicos y los artesanos. En tanto que los creadores prolongan sus mundos en medio de sabias dubitaciones.

Así, Norma Patiño conjuga los aspectos esenciales del género de la Naturaleza Muerta y los hace dialogar con la desnudez de los cuerpos. Entonces lo que era materia inerte se transforma en alfabeto gestual, en acomodo que expresa la posibilidad de introducir una flexión, un pliegue, la lisura de una piel o el tropel de una cabellera, en acuerdo común con artefactos y objetos. Emplear la fotografía es una forma de imaginar el tiempo de otro modo. Si Antonio López García, el genial artista español, era el personaje de Antonio Erice en “El sol del membrillo” (1992) que comprobaba la celeridad de lo vivo, de lo natural, ante la lentitud de sus lápices al dibujar una planta; Patiño se vale de una propuesta asumida al filo del riesgo: los cuerpos podrían sobresignificarse para eclipsar la matriz original de los bodegones. Nada de eso ocurre, la artista consigue que al elegir objetos estos tengan su propio espacio y su forma, que establezcan sus tensiones espaciales y que sean parte de un todo visible. En tanto que las anatomías humanas asumen un lugar en el entorno, se ven y están presentes e integrados. Las composiciones de Patiño tienen esa finura de lo que es imagen en tránsito, hecho que se observa en la inmediatez del presente y que construye su ‘delirio’ a contrapelo de sus propias interrogantes. La virtud del “vanitas”, la expresión pictórica holandesa que intenta dejar atrás el aspecto decorativo de los bodegones para inscribirse en un aspecto metafísico entre lo que ahora es y pronto dejará de serlo ante la inminencia de la eternidad sacra. El cuadro abre sus puertas a lo mortecino, a lo que desaparece; en las naturalezas muertas de Patiño se avizora lo corporal. Si las cosas sufren del deterioro del uso, la anatomía humana queda expuesta a los rigores de edad y del pesar de las enfermedades. En este sentido, si los pintores españoles al estilo de Valdés Leal o de Morales hicieron del “vanitas” una búsqueda tremendista, un retobo moral, la búsqueda de Patiño se da en la placidez o en el destello erótico de las figuras representadas. Darle la vuelta a un discurso es replantearse las cosas en medio del delirio que es duda reconcentrada, osadía que establece su contexto y quiere ser coherente con él.

Las cosas tienen una utilidad y son parte de un mundo pragmático. Sólo que en las naturalezas muertas de Norma Patiño se han despojado de sus funciones habituales, carecen de su condición de servidores en el entorno humano. Ahora son ellos, enunciados de algo que guarda su secreto. Podría incluso decirse que la belleza de estas obras consiste en despeñar la memoria, en hacerla que transite por las vías procelosas que caen en la trampa del instante, en ese compás que se abre a su propio infinito. En tanto los cuerpos son formas en el horizonte. Patiño establece las nupcias entre los personajes invitados al festín y los instrumentos que se colocan para integrarse a la ceremonia, que es también una ocasión de inscribirse en el ‘delirio’. Ellos son pero el “espacio les confiere la existencia”, como anotaba Pound.
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