Tierra caliente
Jueves, 14 Marzo 2019 00:13
Escrito por Sandra Lorenzano
Taumaturga de la imagen, alquimista de la mirada, Lucero González sugiere historias y certezas, pasiones y temores en cada una de sus fotografías, haciendo de ese punto liminar entre lo retratado y aquello que llamamos “realidad”, un espacio mágico de reconocimiento y a la vez de sorpresa. Como si lo que nos muestra despertara nuestra memoria más antigua; una memoria ancestral cuya existencia habíamos olvidado y que, como a sus personajes, nos vincula a la naturaleza, a quienes nos rodean y, sin duda, a nosotras mismas, a nosotros mismos. Su lente privilegiada pone en escena los elementos esenciales: la naturaleza, la vida, los cuerpos, y teje con ellos una urdimbre que es raíz y es hogar. Pertenencia tibia, siempre.
A lo largo de los años su obra ha construido una suerte de cartografía de las mujeres de nuestro país. O mejor dicho: del cuerpo de las mujeres. Oaxaqueña de origen y amante de esa tierra a la que regresa una y otra vez, sus imágenes parecen querer descifrar las huellas de la vida sobre la piel de las protagonistas. Pienso en algunos de sus proyectos como “Raíces” o “La siembra del agua” en que los lazos entre lo femenino, la creación y la naturaleza se funden dando lugar a una unidad inseparable.
En este sentido “Tierra caliente” continúa esta exploración que es a la vez estética y ética. Lo estético se juega en una búsqueda profunda de un lenguaje propio que abreva en las mejores fuentes de la fotografía de nuestro país (Lola Álvarez Bravo, Graciela Iturbide, entre otras), usualmente en un blanco y negro sugerente y esencial, donde el protagonismo de los rostros o cuerpos suele fundirse en un entorno protector. La mirada privilegiada de Lucero es también la mirada de quien ha dedicado su vida a la lucha por los derechos de las mujeres. Como feminista, un eje ético, comprometido y consciente, atraviesa todo su trabajo, convirtiendo cada fotografía también en un sutil espacio de reflexión.
“Cuando era niña conocí Pinotepa Nacional y me impresionaron las mujeres con su cuerpo desnudo y sus enredos de color púrpura. Es una imagen que se me quedó grabada”, me cuenta Lucero. Ahora es a nosotrxs a quienes se nos quedan grabadas estas imágenes de torsos desnudos y largas cabelleras. En el transcurso de los siglos el cabello como símbolo femenino ha despertado veneración, atracción y miedo. En las fotos de Lucero es suavidad y dulzura, sensualidad y fuerza, atisbo de rostros y vidas que estamos invitadas a descubrir.
El tiempo ha ido modelando los cuerpos de sus mujeres, volviéndolos espacios de calma, de conocimiento y sabiduría. Cada uno es una historia, un relato que en clave cifrada habla de pudores, pasiones y desvelos. Y nos toca a quienes los miramos intentar descifrarlos o sumergirnos con ellos en el misterio.
Taumaturga de la imagen, alquimista de la mirada, Lucero González sugiere historias y certezas, pasiones y temores en cada una de sus fotografías, haciendo de ese punto liminar entre lo retratado y aquello que llamamos “realidad”, un espacio mágico de reconocimiento y a la vez de sorpresa. Como si lo que nos muestra despertara nuestra memoria más antigua; una memoria ancestral cuya existencia habíamos olvidado y que, como a sus personajes, nos vincula a la naturaleza, a quienes nos rodean y, sin duda, a nosotras mismas, a nosotros mismos. Su lente privilegiada pone en escena los elementos esenciales: la naturaleza, la vida, los cuerpos, y teje con ellos una urdimbre que es raíz y es hogar. Pertenencia tibia, siempre.
A lo largo de los años su obra ha construido una suerte de cartografía de las mujeres de nuestro país. O mejor dicho: del cuerpo de las mujeres. Oaxaqueña de origen y amante de esa tierra a la que regresa una y otra vez, sus imágenes parecen querer descifrar las huellas de la vida sobre la piel de las protagonistas. Pienso en algunos de sus proyectos como “Raíces” o “La siembra del agua” en que los lazos entre lo femenino, la creación y la naturaleza se funden dando lugar a una unidad inseparable.
En este sentido “Tierra caliente” continúa esta exploración que es a la vez estética y ética. Lo estético se juega en una búsqueda profunda de un lenguaje propio que abreva en las mejores fuentes de la fotografía de nuestro país (Lola Álvarez Bravo, Graciela Iturbide, entre otras), usualmente en un blanco y negro sugerente y esencial, donde el protagonismo de los rostros o cuerpos suele fundirse en un entorno protector. La mirada privilegiada de Lucero es también la mirada de quien ha dedicado su vida a la lucha por los derechos de las mujeres. Como feminista, un eje ético, comprometido y consciente, atraviesa todo su trabajo, convirtiendo cada fotografía también en un sutil espacio de reflexión.
“Cuando era niña conocí Pinotepa Nacional y me impresionaron las mujeres con su cuerpo desnudo y sus enredos de color púrpura. Es una imagen que se me quedó grabada”, me cuenta Lucero. Ahora es a nosotrxs a quienes se nos quedan grabadas estas imágenes de torsos desnudos y largas cabelleras. En el transcurso de los siglos el cabello como símbolo femenino ha despertado veneración, atracción y miedo. En las fotos de Lucero es suavidad y dulzura, sensualidad y fuerza, atisbo de rostros y vidas que estamos invitadas a descubrir.
El tiempo ha ido modelando los cuerpos de sus mujeres, volviéndolos espacios de calma, de conocimiento y sabiduría. Cada uno es una historia, un relato que en clave cifrada habla de pudores, pasiones y desvelos. Y nos toca a quienes los miramos intentar descifrarlos o sumergirnos con ellos en el misterio.