Yolanda Paulsen y la vulnerabilidad de lo que está vivo
El lugar ameno al que se referían los antiguos, ese no-lugar en donde la naturaleza y los seres humanos conviven en armonía y mantienen un diálogo cordial y sin sobresaltos, desde hace tiempo se diría que quedó en el olvido, o relegado, acaso, a los estantes de los historiadores de la literatura. De la revolución industrial pasamos junto con la civilización a la revolución atómica, a la revolución digital, a la revolución genética, y de tanto revolucionar en algún lugar al parecer perdimos la perspectiva del valor de las cosas. El respeto a la naturaleza se convirtió en el sueño de conquistarla, y luego en el afán por poseerla en un sentido casi carnal. Y ahora que creemos que la hemos dominado, pretendemos esclavizarla: exprimirle todos sus secretos. Sin embargo, las dimensiones del asunto cambian si consideramos al planeta, nuestra casa, como un ser vivo en sí mismo: un ser de naturaleza completamente distinta a la nuestra, que tolera que esos seres ínfimos, los humanos y todos los demás, habitemos en él. Es cuestión de perspectivas.
Yolanda Paulsen es una artista que sabe bien que la tierra que pisamos todos los días no es sino la piel sensible de este ser vivo que nos contiene. A contrapelo de la complejidad artificial del mundo contemporáneo, ella intuye que el verdadero misterio de la vida radica en las cosas más simples: la tierra, el agua, el aire, la vida misma. Este misterio es el eje de todas sus preocupaciones, y se expresa como una especie de sub-texto en las vertientes que ha seguido su obra, casi siempre proyectos artísticos tridimensionales desarrollados en series de variaciones en torno a un mismo tema. Ese vago enigma es lo que le confiere una nota poética a cada una de sus piezas, con lo que se despierta siempre en el espectador una agradable sensación de extrañeza. Siguiendo esta vertiente, un poco imbuida de cierto pensamiento oriental, Paulsen busca la sencillez, no sólo en la factura de sus esculturas e instalaciones, a través de la reducción de los elementos a lo meramente indispensable, sino también en cuanto a la elocuencia de la obra terminada.
En la mayoría de sus series, la artista trastoca de alguna manera las proporciones de los objetos, como si su proceso de creación semejara un prisma que invirtiera la dimensión habitual de un referente conocido, rozando así una fibra sensible en cuanto a nuestra propia pequeñez y fragilidad como seres humanos. Unas hojas secas de árbol, por ejemplo, vaciadas en bronce y de tamaño mayúsculo, dispersas en el piso del sitio de exhibición, transforman al espectador en paseante de un suelo jurásico, entre vestigios de un bosque fosilizado en metal. En este sentido Yolanda Paulsen nos ha ofrecido también una huella digital de más de cuatro metros de largo, que imprimió en barro, acaso, el índice de la naturaleza misma: no habrá faltado quien mirara al cielo buscando un dedo que no está ahí. Los pliegues de esta instalación dactilar, con la ayuda amable del agua y el sol, se convierten con los días en parterres que se recubren de musgo y de pequeñas hierbas o flores.
Esta alteración de perspectivas se plantea de un modo diferente en la serie “El cielo que llevamos dentro”, que empezó a elaborar hace un par de años. En el interior de cajas pintadas de celeste, unas peculiares formas arborescentes de plástico blanco semejan nubes. Parecen dioramas de inusuales paisajes de cielos aborregados, una sensación que la artista subraya a veces con un pequeño avión a escala que se oculta entre estos promontorios igual que un pececillo tras los corales de su pecera. Pero la percepción cambia sutilmente cuando nos enteramos de la procedencia de esas nubes: como molde para el vaciado del silicón, la artista recurrió a pulmones de animales, de modo que lo que se obtiene es propiamente el negativo (de nuevo una inversión) del tejido de los bronquios.
Esos árboles de plástico que son nubes dentro de una caja o corales en el cielo, en realidad son pulmones: son la forma del aire capturada en un plástico firme pero flexible, casi blando, ceroso: un retrato del aire que fue por dentro en el instante mismo de la combustión que hace que la vida sea posible. A través del mencionado prisma, ese aire interior se propone en la obra de arte como símil del aire celeste, y nuevamente, tras la mutación de las proporciones, se revela la fragilidad intrínseca de la vida, del estar vivos.
Más allá de la sobriedad y la elegancia de sus piezas, de su manera sensible de transmitir la vulnerabilidad de lo que está vivo, Yolanda Paulsen se entrega a su trabajo como un acto de fe que es un acto de voluntad que es un proceso de conocimiento vital por encima o por debajo de las palabras. Intuiciones que son chispas de comunión cósmica. Lo grande está representado en lo pequeño, y lo pequeño en lo grande. Ritmos, armonías, escalas. Quizás sólo sombras: contornos y perfiles de cosas que damos por hechas, reflejadas en las paredes de una caverna platónica.