Una cara cualquiera
La materia
¿Qué significa ser mujer y artista en México en 1990? Si bien, en el recuento de diez años de la producción de Mónica Castillo, la pregunta pierde retrospectivamente su vigencia, no deja de ser la interrogante de fondo que planteó su trabajo temprano. Castillo pasó siete años de su juventud en Italia y en Alemania. Cuando regresa a México, en 1985, después de estudiar en la Akademie der Bildenden Kunste en Stuttgart, procesa el choque cultural del rencuentro en una pintura intimista de temas culinarios que equipara la jerga, el cuchillo filoso y el almuerzo cotidiano, con los sueños eróticos, la emoción amorosa y el sufrimiento del desamor.
La serie, titulada El menú (1987), de cuadros de pequeñas dimensiones (55 x 60 cm), elabora una ocurrente metáfora de la vida doméstica y de los modelos imaginarios de la clase media urbana. Con la ayuda de juegos semánticos que asimilan el objeto trivial a sus extrapolaciones culturales, sociales y religiosas, un simple plato se convierte en escenario de una violación física (un apetitoso desnudo femenino servido en bandeja será destripado por manos masculinas en La hembra con ensalada) o simbólica (los ingredientes de la Sopa nacional son el águila y el nopal del escudo patrio). Pronto, las referencias metonímicas rebasan los límites del hogar, en tanto que microcosmos simbólico del poder (la familia, el Estado y la Iglesia). Los juegos de espejos entre la palabra y su representación literal se orientan al ámbito de lo sagrado, transfigurando los conceptos con dramatizaciones chuscas de la liturgia: en el plato de La carne de Cristo (1987) y de Coronación mística (1989-1990), un T-bone crudo está respectivamente crucificado y adornado de una corona de rosas virginales. Comer la hostia o beber la sangre de Cristo corresponden a engullir un bistec o una sopa. La mesa se convierte en altar y la batería de cocina, en instrumento del culto. En el tema de la carne, además de la analogía aplicada al cuerpo en términos fisiológicos o sacros, se reconoce una proyección autobiográfica (“Desde antes de que yo naciera mi familia ya se había hecho vegetariana rigurosa. En mi casa jamás vi un filete, por eso parecen de caricatura: es el único modelo de carne que tuve en la infancia.”). (1. Gonzalo Vélez, “Mónica Castillo, becaria del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes”, Unomásuno, México, 15 de marzo 1990) En todo caso, y a pesar de cierta ingenuidad en la expresión, de una torpeza voluntaria en la factura, “más que un concepto, detrás de su obra hay una visión cuyo origen es la acumulación de experiencias sobre lo que significa ser mujer en el momento y espacio cultural que le ha tocado vivir”. (2. José Manuel Springer, “Epifanías o los caminos de lo visible”, Unomásuno, México, 6 de abril 1991)
¿Es feminista, acaso, la pintura temprana de Mónica Castillo? Si bien recurre a elementos visuales de la vida diaria (la cocina, las cosas del corazón) para abordar temas edificantes como el patriotismo, el culto católico y el sexismo, y mofarse de ciertos valores sociales consagrados; pese a que sus escenas evocan de manera difusa un mundo de abnegación y frustración femeninas (“Cocinera y alimento, criada y filósofa de boudoir, postre horneado en la recámara y el tocador, al servicio de razones y pasiones masculinas, su figura es templo profanable donde nadie oficia”) (3. Luis Carlos Emerich, “Mónica Castillo: rosa palpitante”, Novedades, México, 22 de marzo de 1991); aunque utiliza el kitsch pero no lo asume como categoría estética, su intención no es la caricatura grotesca ni la reivindicación de género. Mejor dicho, lo que refleja su primera obra es la voluntad de elaborar una trama poética, una atmósfera onírica infiltrada por el deseo, la herida y, por qué no, la perversidad. “La visión de la pintora surge de su capacidad para ver a la mujer en abstracto (lo femenino, la feminidad, lo afeminado, en general las visiones de la mujer), pero también de su inclinación para enfatizar y sentir como propia la situación concreta de otras mujeres (la santa, la mártir, la prostituta, la solterona, etc.).” (4. José Manuel Springer, Op. cit.) Ahora bien, emulando a las artistas-activistas de la década de los setenta (Mónica Mayer y Maris Bustamante, principalmente), Castillo reincorpora temas cotidianos y privados que, por lo demás, eran considerados exclusivos del ámbito femenino. Asimismo, aunque la condición de la mujer y la experiencia humana sean cuestiones a las que apunta su obra, la actitud de la autora es diferente, en opinión de Mónica Mayer: “ya no trata desesperadamente de evidenciar una problemática social como lo hiciera la generación anterior, sino desde la claridad de quien sabe que existe pero que no está dispuesta a perder el tiempo peleando contra molinos de viento.” (5. Mónica Mayer, “Mónica Castillo: sus días y en sus imágenes”, El Universal, México, 4 de diciembre de 1993)
En esta etapa inicial de su producción, el humor negro corre a la par del tratamiento tosco de la imagen, con sus figuras planas de proporciones caprichosas y contornos macizos, sus colores contrastados, sus empastes enérgicos, sus efectos inacabados, a la orden del día entre los jóvenes pintores de la década de los ochenta. Este examen irónico de los mitos colectivos y sus implicaciones ocultas, esta combinación de lo sagrado y lo profano, de lo bobalicón y lo solemne, revelan en la obra temprana de Mónica Castillo, tanto como en la de los pintores de su generación, la voluntad de someter la imagen a un enunciado más preciso de las ideas, con el fin de armar un discurso conceptual y de dotarlo de un sentido visual coherente, aunque sea por medio de la exageración, del simulacro y de un obstinado gusto por el kitsch.
Al reinstalarse en México, Mónica Castillo encuentra un ambiente estimulante. Han surgido espacios “alternativos” administrados por los propios artistas, al margen del circuito de promoción institucional y comercial. En 1986, Mónica se une al grupo de La Quiñonera, recién establecido en una casona del barrio La Candelaria en Coyoacán, y formado por Héctor y Néstor Quiñones, Rubén Ortiz y Diego Toledo, a quienes se unen posteriormente Claudia y Francisco (Taca) Fernández. Además del taller, comparten la inclinación por la fragmentación visual y la saturación formal y cromática, la inclusión de pegotes extrapictóricos, la parodia de los cánones artísticos, el pastiche de la cultura popular, el reciclaje de la iconografía religiosa barroca y decimonónica, la recontextualización del pasado prehispánico, sin olvidar desde luego el efecto banalizador de lo cursi y lo retro.
La nueva generación de pintores se inclina por una figuración neoexpresionista inspirada en las alegorías nacionalistas (“una mezcla de transvanguardia y de kitsch urbano, que echaba mano de los iconos del México profundo”) (6. Osvaldo Sánchez, “Mónica Castillo”, Art Nexus, Bogotá, núm. 23, enero-marzo 1997, p. 48), pronto bautizada con el mote de “neomexicanismo” y recuperada por un mercado ávido de novedad ante la promesa de estabilidad económica y la incipiente apertura del país al exterior. Para asumir estos retos políticos, México debe ofrecer su semblante más seductor. ¿Qué mejor carta de presentación que una identidad basada en la continuidad, la autovaloración y la autoreivindicación, como aquel perfil artístico que sirvió de modelo eficaz de promoción cultural, a nivel internacional, en vísperas de la firma del Tratado de Libre Comercio? Hoy estigmatizada, la corriente “neomexicanista”, de breve vigencia -el tiempo de inyectar nueva vida al mercado-, “afortunadamente, también encontró consolidarse como el factor antagónico necesario que empujaría nuevos sentidos (...) a otros modelos de expresión y difusión de nuestra diversa realidad nacional. Los elementos de similitud y de diferencia entre el "neomexicanismo" y subsecuentes estilos, escuelas o posiciones que se han desarrollado después de 1992 (precisamente al término de la monumental exposición Esplendores de treinta siglos, organizada por el gobierno mexicano con la colaboración de una asociación privada de corredores de arte) expresarán el cuerpo de actitudes de bloqueo, contradicciones o -lo contrario- sana apertura, transformación de modelos de comunicación, dinamismo, justa diversidad en la legitimación institucional de un fértil organismo estético, y las necesarias divergencias del "gusto" de coleccionistas, otrora ceñido a esquemas predecibles: la pintura hiperrealista, las recetas flocloristas o simplemente a lo que dicta un posicionamiento en la uniforme marcha del corrillo más próximo”. (7. Guillermo Santamarina, “Introducción”, VI Salón de Arte, Grupo Financiero BBVA Bancomer, México, 2000, pp. 4-5)
En su primera exposición individual, sugerentemente titulada “Presentación en sociedad” (Galería OMR, México, 1991), Mónica Castillo vuelve a la representación de los arquetipos femeninos y a su cuestionamiento, pero mitigando en lo sucesivo la connotación religiosa. Su factura se torna más recargada, su lenguaje pictórico más rebuscado, como para enfatizar la intención crítica y satírica. Una beca del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes (1990) le permite llevar a cabo un proyecto sobre la ambivalencia entre pintura e instalación, entre plano y volumen, lo cual la conduce a jugar con los límites del cuadro y sus vínculos con el espacio interno y externo, con el adentro y el afuera de la imagen. A las escenas que aluden a los quince años y a la maternidad, o que parodian el erotismo rutinario personificándolo en una pareja de bibelot de porcelana bajo el título Hasta que el cochambre nos separe (1989), Mónica Castillo añade ahora relieves, pega retazos de tul azul celeste, cuelga moldes de pastelería, coladores, cazuelas, exprimidores, e incluso coloca a guisa de marco cualquier otro tipo de cacharros de peltre a un diminuto paisaje pintado (Idilio, 1990). “De las borlas, asas, fondos y profundas concavidades de las centelleantes ollas, a los cubiertos y cucharas con su simetría de formas copadas, atravesamos finalmente hacia el profundo espacio del paisaje con su río que serpentea su camino bajo el puente desbaratado y más allá, las nevadas cimas de las montañas. Los dos sueños son inseparables, la comida será consumida, el puente desbaratado, el cuerpo de la mujer deseado, las nevadas montañas conquistadas. Cada uno se disuelve en el otro como una lejana playa luminosa que habremos de alcanzar, interrunpidos sólo por el batir y el estrépito de la mujer en la cocina.” (8. Charles Merewether, “Figuras de romance. Descomponiendo México”, catálogo de la exposición Mónica Castillo. Presentación en sociedad, Galería OMR, México, 14 de marzo-20 de abril 1991, s/p) El exceso ornamental, que colma la superficie de la imagen de elementos heteróclitos en una suerte de ensamblaje insensato (palomas, peces, escorpiones, huevos estrellados, guacamayas, flores grises y azules, naipes, tenedores y un bistec con cubiertos en Sueño enciclopédico, 1990), transmite, más allá del amor por el detalle, por el artificio y la paradoja, una inquietud por investigar la materia dentro y fuera del campo pictórico.
La imagen
A su regreso de una larga estancia en Chile, en 1991-1992, en compañía del artista Carlos Arias, Mónica Castillo empieza a dedicarse al autorretrato, y somete el género a un severo régimen de autoanálisis. La tarea la ocupará durante toda la década. Esta importante serie pictórica (que, dicho sea de paso, no se había presentado completa en México hasta ahora, en el Museo de Arte Moderno) constituye sin duda un ejercicio de introspección. Pero también se concentra en una cavilación sobre el sentido de la representación, ya no tanto en su dimensión alegórica sino en su potencial de simulación y metamorfosis. Un autorretrato debe, en su acepción tradicional, reflejar de manera fidedigna la interioridad y emotividad del sujeto, y derivar en un supuesto testimonio biográfico del artista (recordemos el referente obligado de Frida Kahlo para algunos pintores de los años ochenta, como Julio Galán y Nahum Zenil). ¿Y si el rostro, visto de frente, con mirada fija y desprovista de expresión -cual fotografía de filiación burocrática-, es llano, impersonal e intercambiable? Más allá de los atributos físicos y psicológicos, ¿cómo concebir la identidad? ¿Como una construcción social, una tipología anónima que obedece a valores normativos?
Estos primeros autorretratos al óleo de Mónica Castillo, que trasladan los temas del cuerpo, la carne y la piel al registro implacable del rostro, pueden ser interpretados, a primera vista, como close-ups del deterioro. Se apegan de manera obsesiva al aspecto perecedero de lo físico, intentan traducir de la manera más cruda los avatares y desperfectos de sus funciones naturales, “la realidad palpable, evidente cada mañana frente al espejo”. (9. Gonzalo Vélez, “Mónica Castillo ante el tiempo”, Unomásuno, suplemento “Sábado”, México, 29 de octubre 1994) Espinillas, poros dilatados, ojeras, lagañas, vellos en la barbilla, un hilo de saliva, mocos o lágrimas escurriendo, venas aparentes por la desvelada, primeras arrugas y canas, caspa, gotas de sudor, son delineados con todo detalle, como para levantar acta de los desajustes cotidianos (Autorretrato de piel y Autorretrato en tareas, de1993 y 1994, respectivamente). El estudio clínico tampoco se limita a la capa cutánea, sino que desuella la dermis para descubrir los músculos (Autorretrato anatómico, 1994).
El paso del tiempo, la caducidad de la juventud son nociones latentes en cualquier desmitificación del cuerpo. El desgaste, empero, no se circunscribe aquí a una hipotética apología de la belleza, sino que atañe sobre todo al concepto de objetualización del cuerpo femenino y a los estereotipos de los valores estéticos asociados a la feminidad. ¿Habrá que ver en estas pinturas la sola manía de fealdad? Nada menos seguro. A la par del intento por redefinir su identidad mediante una áspera confrontación consigo misma, el deseo de experimentación de Mónica Castillo subraya la ambigüedad de la búsqueda interior, y cuestiona la estática representación anatómica. “Los regodeos de Mónica Castillo en una factura casi naturalista, exagerada en sus efectos -a la manera clasificatoria de los zoólogos positivistas- no sólo agravan esta cualidad de especimen observado. Se trata además de una sardónica colisión de códigos contradictorios de identificación, una burla a los constructores del canon y de la mirada impuesta; una reflexión devastadora sobre las convenciones (re)presentacionales, no sólo en el arte, y sobre sus exigencias técnicas para lograr una configuración canónica fácil de nombrar, de ubicar, de conectar al poder, que es también el poder de lo sancionado como "real"”. (10. Osvaldo Sánchez, Op. cit.)
El mismo proceso de repetición, en el cual el contenido original se pierde gradualmente a través de la reproducción constante, refuta la existencia de conceptos homogéneos de representación. En efecto, a medida que la autora se describe una y otra vez, más alternativas de interpretación descubre en sí misma y en su rostro. ¿Cuáles son los valores psicológicos y estéticos de la percepción objetiva y subjetiva? ¿Qué ocurre cuando contemplamos nuestra identidad aplicada cual máscara en el propio rostro? ¿Qué tan real es la imagen que vemos? ¿Por qué aceptamos ciertos registros y rechazamos otros? “La mujer de Mónica Castillo ahora es una unidad humana alerta pero perecedera como todas, un fenómeno capaz de autointerpretarse y salirse de sí (...) para asumirse como ser, como cosa y como nada a la vez.” (11. Luis Carlos Emerich, “Mónica Castillo, con la mirada fija”, Novedades, México, 21 de octubre 1994).
En ocasión de su segunda exposición individual, “Salvavidas bajo la piel” (Galería OMR, 1994), Raquel Tibol señala en Mónica Castillo a “uno de los artistas figurativos más audaces y profundos de México en la actualidad”. (12. Raquel Tibol, “Mónica Castillo: el autorretrato como desollamiento”, Proceso 939, México, 31 de octubre 1994, p. 67) Su trabajo sobre las “ficciones de la realidad” se ha radicalizado. El medio sigue siendo el óleo, pero los soportes se diversifican. La autora complementa ahora sus autorretratos con fragmentos (orejas, dientes, labios, lengua, nariz, ojos) pintados sobre tela, pero también sobre piedras, pieles de animales, e incluso en otros objetos como zapatos y tubos de pasta dental dispuestos en estuches forrados de peluche o de satín (y recortados según los contornos de su cabeza). De pronto, el trabajo se produce con métodos artesanales, en piezas bordadas, en esculturas de látex y e hilo de algodón, y hasta en hogazas de pan moldeado, de masa cruda u horneada. Este material dúctil, que crece y se expande al palparlo y manipularlo, resulta ser desde luego una metáfora de la carne y, al igual que las pieles de los estuches (el “neceser existencial”, los llamó Luis Carlos Emerich) (13. Luis Carlos Emerich, “Mónica Castillo, con la mirada fija”, Op. cit.), apela al sentido táctil y a la experiencia sensorial. Para reconstruir su propia imagen, Mónica Castillo emplea otro elemento por demás insólito: las uñas, como en aquella caja memorable que contiene un relieve ensamblado con pedacería de este material orgánico, de desecho (Caja con uñas, 1999). Sobre el lienzo, asimismo, elabora auténticas cartografías del rostro, en las cuales los campos de diversos tonos carnosos matizan los territorios cutáneos y conforman un globo terráqueo, acompañándose de una bitácora de la hechura del cuadro, con fechas inscritas a mano. “Más que revelar mundos interiores a través de diversas expresiones de su cara, lo que Mónica Castillo hace con Salvavidas bajo la piel es retar al espectador con la energía de un carácter capaz de integrarse como individuo a pesar de circunstancias y presiones desmembrantes y desintegradoras. La serie se constituye así en una larga y muy consistente ficha de identidad.” (14. Raquel Tibol, Op. cit.) Una ficha de identidad que pronto, gracias al uso de la fotografía y su manipulación en computadora, llevará la escrupulosa parodia de la objetividad a otro nivel semántico, convirtiendo el autorretrato en cadena en réplica mutante de un yo transfigurado por la mirada del otro.
El otro
Mónica Castillo siempre ha profesado un interés arraigado en la práctica de la pintura. En 1995, admitía que, sin tener una experiencia directa en el manejo de las nuevas tecnologías, le empezaba a interesar el uso de la computadora debido a la capacidad casi infinita de modificación de los pixeles como unidad de representación, “como si regresara al momento anterior de la aparición de la fotografía en cuanto a que lo indéxico se puede manipular como si fuese material pictórico”. (15. Entrevista personal con la autora, México, 2004) Para ahondar en su búsqueda de una nueva relación con la imagen, en 1997 se deja convencer por las sorprendentes posibilidades de permutación y trastorno de la imagen que brinda la fotografía sometida a un tratamiento de software. Su complejo aparato visual se orienta cada vez más a una reflexión sobre el concepto de la alteridad, de conformidad con el discurso estético que rige en buena medida la creación contemporánea. Para rastrear el vínculo del yo con el otro, “para demostrarse a sí misma que la personalidad física se convierte en idea tanto en la autorreflexión y en el inconsciente, como en la mente de otros”, (16. Raquel Tibol, “Mónica Castillo: concepto del autorretrato”, Proceso 1090, México, 21 de septiembre 1997, p. 55) disgrega la individualidad en un fenómeno enajenado y evanescente, sometiéndolo a una suerte de experimento genético alucinado. Enuna de sus obras más contundentes, Autorretratos hablados (1997), realizada en cinco versiones digitalizadas, se deja guiar por las descripciones que de su cara hicieron de memoria cinco personas de su entorno más cercano. Asimiladas las interpretaciones ajenas, la autora las convierte en facciones “postizas” modificadas en procesos digitales. Se derivan, pues, tantos semblantes nuevos como propuestas y proyecciones del otro. Aun así, y a pesar de la “impostura” ilusionista, seguimos persuadidos de que estamos ante un autorretrato. “El trabajo en superficie que realiza Mónica Castillo en cada una de sus obras postula la imposibilidad de definir una identidad absoluta, ya que ésta se construye según las apariencias y depende tanto de la imagen que deseamos proyectar como de las distintas interpretaciones que se hagan de ella.” (17. Magali Arriola, “Mónica Castillo. Museo Carrillo Gil”, Art Nexus, Bogotá, núm. 24, marzo 1998, p. 135).
Yishai Jusidman ha observado, en estos autorretratos realizados tanto al óleo como en impresiones digitales, una discrepancia entre la articulación literal y la articulación plástica. Por un lado, en el cuadro Autorretrato como cualquiera (1996), por ejemplo, “la resolución de las facciones en un sfumato cualquiera contrastante con el cuadro se lee alegóricamente, es decir, como la descripción de una proposición definida a priori. Por el contrario, Autorretrato como otra persona (1996) desarrolla un (...) retrato híbrido donde la autora reconstituye su semblante con los rasgos de un niño anónimo, logrando un engendro desproporcionado y grotesco de ingeniería genética desbordada”. (18. Yishai Jusidman, “Reflexiones y reflejos”, Reforma, 8 de octubre 1997) Al primer caso podría asimilarse el díptico fotográfico Curriculum (1997), en el que las facciones están procesadas a manera de jeroglíficos; al segundo, aquellos hipnóticos Autorretratos hablados que transgreden los parámetros pictóricos y los códigos de representación unívocos.
Con la exposición “Hombres pintados y autorretratos representados” (Ace Gallery, México, 2000), el repertorio simbólico de Mónica Castillo se ensancha. Son contados ya los autorretratos, pero abundan las fotografías y videos con modelos masculinos. En la colección de fotografías de formatos diversos, se observa un acercamiento a un miembro -dedos del pie, una oreja, un codo, una boca con barba, un pezón peludo- previamente “maquillado” con un pincel delgadísimo, y realzado con pigmentos de tonos carne. En lo sucesivo, el planteamiento de la autora es crear, de manera instantánea, un espacio ambiguo entre el sujeto y su apariencia alterada, la fotografía resultante y su posible interpretación. Es pintura fotografiada, pues, pero sobre un soporte vivo, animado, “real”: la carne misma es transformada en artificio, por medio de gruesas capas de pintura rosácea con toques blancos aplicadas en los pliegues, hendiduras y curvas de la anatomía masculina, para acentuar volúmenes y sombras y simular reverberaciones de luz. El tratamiento pictórico no pretende remedar la factura naturalista, sino que procura el efecto a través de la ampliación fotográfica, que lleva la mimesis a un grado absurdo de simulación burda.
Tal convergencia entre lo pictórico y lo “real” se manifiesta asimismo en la obra Almost hyperealism/Casi hiperrealismo (2000), un autorretrato en gran formato retrabajado en su totalidad con recursos digitales. Con la intención de jugar con el principio de mimesis, escogiendo un color y volviendo a representarlo, los retoques, de los que sólo se salva el cuello del modelo, introducen atributos y texturas inesperados: unos cuantos cabellos sueltos en la frente, retocados con dibujo a línea; minúsculos vellos alrededor de la boca también realzados con toques rosa y blancos; una tersura inverosímil en la carnación de un mentón; y, sobre todo, la banda negra en los ojos que cancela la proyección emocional de la mirada.
El proceso mimético llega a su paroxismo cuando, en un loop de video proyectado en tres monitores, la mano de la autora, con un pincel delgadísimo, roza el borde del iris de su modelo hasta sacarle lágrimas, pinta suavemente de rojo sus testículos y su pene al punto de conseguir una portentosa erección, y acaricia su pezón hasta contraerlo (Pictorial effects I, II y III, 2000-2001). En ambas secuencias, de un extraordinario impacto visual y sensorial -porque lo representado es la reacción de un ser humano vivo-, el dolor y el placer resultan físicamente “encarnados”. Ahora bien, ¿qué aportación significa el recurso a la anatomía varonil y su representación “en vivo”? La investigación de Mónica Castillo se había desenvuelto en torno a la noción de ambigüedad indisociable de la imagen y, por extensión, de cualquier práctica artística. La pintura es una ilusión, del mismo modo en que la fotografía y el video son una construcción, un simulacro en el que la imagen se vuelve más real que el modelo original. Lo insólito del planteamiento resulta ahora en la imbricación tan lograda entre pintura y fotografía, llevada a un extremo con la parodia humorística de las convenciones del género del retrato y la utilización de modelos en movimiento que responden, de manera orgánica, al acto de pintar. Asimismo, estas imágenes híbridas, en el lindero entre lo “real” y el artificio, “plantean serias preguntas acerca de las paradojas entre el tocar y el ver, el sentir y el percibir”. (20. Elizabeth Schambelan, “Mónica Castillo at Robert Miller”, Art in America, Nueva York, junio 2002, s/p)
El mismo delirio de copista se verifica en Blanca Lilly (2001) y Flower Power (2002), con la técnica de “óleo sobre pétalos sobre tela”, lo cual significa que la autora pinta sobre una flor la réplica de esa flor, con lujo de colores tornasolados y texturas aterciopeladas. El procedimiento se repite: ocultar lo real bajo su descripción para transformarlo en artificio. En esta representación en segundo grado, en dobles soportes, que los estructuralistas franceses llamaron mise en abime, los pétalos recubiertos de minuciosas pinceladas de óleo quedan directamente pegados al lienzo, a modo de “arreglos naïfs que sugieren el trabajo de un botanista aficionado”. (21. Idem.) La representación se concibe como reproducción literal y revoca la ilusión del espacio pictórico. “La flor y la pintura de la flor sobre la flor, ocultando la flor, revelando una flor artificial, conforman tanto el objeto como su representación en un principio inseparable de unidad... En mutua posesión, idea y objeto reducen al mínimo posible sus distancias.” (22. Mayte Iracheta, “Mónica Castillo: el eco estridente”, El huevo, México, núm. 68, marzo 2002, s/p)
Otro registro literal del proceso pictórico se concreta en los videos Dancer´s Self Portrait y Materia sobre modelo (2002). En el primero, en una escena enmarcada por telones de plástico verde menta, una ballerina vestida de payasito rosa, realiza ocho posiciones de ballet clásico con transiciones lentas, mientras en su cuerpo chorrea pintura amarilla, verde, café y rosa que se escurre de botes amarrados a sus muñecas, talle y tobillos. Después de unos arabescos, la modelo, en un principio inmaculada, acaba manchada de pies a cabeza, y salpicados los telones, al ritmo del sonido de sus zapatillas de puntas en el piso, con alternancias de velocidad. Esta especie de action-painting, que opera la fusión entre el objeto y su representación, se repite en el segundo video, en el que un modelo masculino recostado queda embadurnado de una espesa pasta cromática que reproduce sus atributos de modo rudimentario, casi caricaturesco.
In situ
La pieza Cortina de pintura, realizada exprofeso para el Museo de Arte Moderno, consiste en un censor de movimiento conectado a motores que bombean pintura de tres colores (amarillo, rojo y azul) en una mampara. El ritmo aleatorio del flujo obedece al modo random de un chip. Al entrar el espectador, se activan los censores y los litros y litros de pintura se expanden libremente por el espacio de la sala. Junto al concepto de materialidad del color que, se ha visto, Mónica Castillo retoma en fechas recientes, entran en juego en esta pieza la noción de riesgo, al violentarse el espacio aséptico del museo tanto como la dimensión inasible de la realidad virtual. La autora pretende crear una situación de peligro real, con la intención de incitar al público a recobrar un contacto táctil, palpable, con la materia pictórica. Totalmente consciente de las implicaciones de esta pieza (que no excluye las demandas legales, los daños materiales al interior del edificio, y la necesidad de volver a lijar y barnizar el piso de la sala), concibe este proyecto como un reto, una provocación. Parte íntegra de la obra es, desde luego, el proceso de negociación con la institución anfitriona. ¿Cómo reaccionará el espectador a las manchas en la ropa, a la agresión emocional que significa la obra?
Conclusiones
En definitiva, Mónica Castillo puede ubicarse dentro de la generación de artistas que ha tendido un puente entre el espejismo neomexicanista y la pintura neofigurativa de los años ochenta, y las tendencias postconceptuales globalizadas. Su caso, sin embargo, resulta peculiar en la escena del arte mexicano finisecular. Si bien la educación de Castillo fue principalmente pictórica, la autora se impuso el reto de pintar sin dejar de dialogar con ese arte emergente que le causaba fascinación y que la indujo a trabajar la imagen desde otras premisas. Ahora bien, aunque admita haberse sentido presionada, en un momento dado, por situarse entre una producción local y las expectativas suscitadas por un contexto globalizado, ha optado por una posición neutra que supera los falsos antagonismos, y le permite mantenerse en la ambigüedad conservando la libertad de trabajar a su antojo. A más de diez años de su primera exposición individual, los procesos de creación de Mónica Castillo se revelan parejos y consecuentes, y delatan un temperamento riguroso y exigente. Con sutileza y firmeza de propósito, Mónica Castillo ha transitado de la reflexión sobre la imposibilidad de construir una identidad (en plena época de las reivindicaciones de género), a la teorización sobre la materialidad del objeto artístico y a la introducción de la noción de azar en la creación visual, por medio del recurso al gesto controlado e involuntario, lo cual inscibe su obra en el ámbito de las contradicciones de la representación misma y de la mutabilidad de la imagen, cualquiera que sea su soporte y su técnica.
Paralelamente a su propia producción visual, Mónica Castillo ha orientado en fechas recientes su experiencia profesional hacia la docencia -alternativa que, por cierto, han adoptado numerosos artistas de su generación. Por su parte, la autora aborda la práctica académica desde una singular perspectiva: aquella de la creación individual. Al impartir sus clases en la Escuela Nacional de Pintura, Escultura y Grabado “La Esmeralda” y en la Universidad de las Américas, entre otros planteles, y al elaborar el plan de estudios de una nueva escuela de artes visuales en el interior del país, la intención de la artista es desactivar la verticalidad de la enseñanza por medio del trabajo en equipo y del intercambio colectivo de ideas y productos. En adelante, o cuando menos en un futuro próximo, sus proyectos serán concebidos bajo este punto de vista, encaminado a cancelar el cliché de la educación doctrinaria en provecho de una “antropofagia” del conocimiento entre el maestro y el alumno, y en beneficio de un espacio de autocrítica y, en suma, de una creación en conjunto.