Francesca Woodman, aparecida y desaparecida
Francesca Woodman aparece y desaparece en sus fotografías casi con la misma fugacidad con que apareció y desapareció en su propia vida, tan breve que ya es un espejismo, más aún por todo lo que ha cambiado el mundo desde su desaparición definitiva.
Francesca Woodman hizo su primera exposición cuando tenía dieciocho años, en 1976, y se suicidó en 1981, meses antes de cumplir veintitrés. La muerte tan temprana la dejó congelada en un tiempo más alejado de nosotros por la tecnología que por la cronología, porque el principio de los años ochenta es esa época borrosa en la que no existía nada de lo que ahora damos por supuesto, en el que las fotos se revelaban químicamente y las cámaras llevaban película, cuando las cartas se escribían sobre papel y se mandaban por correo y los teléfonos solo servían para hablar y estaban anclados a una pared con un cable. Francesca Woodman, tan joven, hacía fotos de sí misma que parecían a veces de una época mucho más antigua, imágenes victorianas de mujeres medio diluidas en sombras o de fantasmas de mujeres convocados tramposamente por alguna médium con pretensiones de rigor fotográfico. Y los lugares en los que prefería retratarse eran habitaciones vacías en casas abandonadas en las que podría haber aparecido y desaparecido uno de los fantasmas esquivos de los cuentos de Henry James.
Francesca Woodman tenía los rasgos delicados y la melena larga y lisa de una heroína de pintura prerrafaelita, pero su talento era demasiado grande como para dejarla caer en la tentación del pastiche. En el descaro de retratar tantas veces su propio cuerpo desnudo había más de solitaria introspección que de narcisismo. Aparecía y desaparecía, se mostraba y se ocultaba. En algunas fotos se tarda en saber dónde está, qué hace. Se ve un armario con diversos estantes en los que hay animales disecados y en uno de los huecos se esconde a medias una figura encogida, ella misma, la cabeza asomando por una puerta de cristal entreabierta, la melena derramada sobre la tarima del suelo. Los espacios en los que se fotografía son ya lugares de ausencias, casas que fueron habitadas tal vez durante generaciones y en las que desde hace mucho tiempo no vive nadie, salones con chimeneas en las que no se enciende el fuego, con paredes que se han ido desconchando y techos en los que se ha filtrado la humedad, con alacenas vacías en las que solo habrá olor a rancio y tal vez a excrementos de ratones, con espejos escarchados en los que se reflejó gente olvidada.
En esos lugares del pasado instalaba su cámara Francesca Woodman, que no tenía más de veinte años, y que en la escuela de artes a la que asistió en Providence aprendió también a manejar la tecnología más moderna de entonces, el vídeo, el vídeo en blanco y negro. Se la ve entrar en una habitación despojada en la que solo hay una silla y junto a ella una jarra de latón. Se quita el vestido delante de la cámara inmóvil, se quita las zapatillas, los calcetines altos. Se queda desnuda y se pone en pie. Se echa por la cabeza el líquido blanco que hay en la jarra. Se tiende en el suelo. Se recuesta de lado, sobre las tablas desnudas. Se levanta luego y en el suelo queda el contorno vago de su cuerpo, casi como esas sombras de muertos que quedaban en los suelos y en las paredes de las casas de Hiroshima, o como el contorno de un cadáver que dibujan los forenses en la escena de un crimen.
El vídeo es muy rudimentario, la cámara fija, el sonido rasposo. Pero su misma tosquedad le da un poder de sugestión del que suelen carecer ese tipo de simulacros. No es una artista haciendo cosas de artista, sino una mujer sola en una casa desierta, una mujer muy joven, frágil en su desnudez y también firme y decidida, apareciendo y desapareciendo, despojándose de la ropa y quedándose inerme delante de una cámara, ofreciéndose a ella pero también eludiéndola.
Tantos años después el efecto de las imágenes es todavía más melancólico. Yo las vi por primera vez en un documental de Scott Willis sobre Francesca Woodman y sus padres, The Woodmans, uno de esos documentales que no duran más que una o dos semanas en un cine recóndito, que desaparecen casi cuando están todavía recién aparecidos. El padre de Francesca Woodman es pintor, la madre ceramista. A diferencia de su hija, detenida para siempre en esa primera juventud que ha fortalecido inevitablemente su leyenda, ellos se han hecho viejos; también a diferencia de Francesca, ninguno de los dos ha obtenido mucho reconocimiento. Al duelo sin alivio por la muerte de una hija de veintidós años se mezcla lo que Henry James llamó the madness or art: la locura del arte, la sinrazón de dedicarse obsesivamente a él, de concederle un valor tan desmedido que acaba dañando la propia vida, las vidas cercanas. Con más de ochenta años Betty Woodman sigue haciendo murales de cerámica en colores chillones que decoran patios de embajadas, fachadas de centros culturales; más viejo, tal vez más dañado por el recuerdo de la hija, George Woodman pinta laboriosamente cuadros abstractos que probablemente no va a comprarle nadie, porque al cabo de tantos años de sacrificarlo todo a la pintura no ha logrado casi nada. La locura del arte es también la injusticia del arte: ni Betty Woodman ni George Woodman tendrán nunca una retrospectiva en el Guggenheim. De ninguno de los dos habríamos oído hablar si no fuera por esa hija que con veintidós años se tiró desde la terraza de un edificio de Nueva York. El relámpago de originalidad que hay en las fotografías que Francesca Woodman hizo a lo largo de unos pocos años, entre la adolescencia y la primera juventud, siempre ha estado ausente del trabajo de sus padres. Ella perdura en la insolencia de un cuerpo que se ofrece y se escapa, unas veces velado por la penumbra, otras impúdico y frontal, en una cara tan joven que no ha perdido todavía las redondeces de la barbilla y de los pómulos: Betty y George Woodman continúan trabajando con un fanatismo de ancianos que se resisten a la jubilación a pesar de que ya andan encorvados y tienen las manos nudosas de artritis.
Pero es preciso dejar a un lado en lo posible la leyenda póstuma de Francesca Woodman para mirar esas fotografías: sin ver en ellas un anticipo de la muerte tan próxima, sin sucumbir a la mitología del artista joven que no habría necesitado vivir más porque lo dio todo en un borbotón de genialidad que fue también un acto de sacrificio. En un museo tan poco propicio habitualmente a la sutileza como el Guggenheim, tan marcado por la espectacularidad de su arquitectura y por la tendencia al efectismo de sus exposiciones, las fotos de Francesca Woodman entreabren un espacio de misterio y silencio que alude a la médula misma de ese arte tan raro al que ella eligió dedicarse. Visto y no visto. Aparición y desaparición. Lo que revela como ningún otro medio la fotografía es nuestra condición de fantasmas.
Francesca Woodman. Solomon R. Guggenheim Museum. Nueva York. Hasta el 13 de junio. The Woodmans (2010), de Scott Willis.
Fuente: El Pais